Sobrevuela todavía en algunos rincones intelectuales locales, y del mundo, un cierto tufillo clasista y desesperado, cuando algunos se empeñan en confirmar a un otre cualquiera, a ese que lo observa desde la distancia porque se les parece, que no se es “eso” que se les endilga: periferia, tercer mundo, patio trasero…
En el lenguaje urbano o en la jerga política, un “tilingo” es una persona que se cree superior que sus pares, a menudo con tendencia a imitar a la gente de clase alta, aunque, como pretende, sólo lo hace en sus aspectos más visuales o en lo superficial; en cierta medida ser tilingo es una pose y a veces hasta ser la “novedad” del momento.
No crean que esos que en Argentina son tachados “cariñosamente” de “tilingos” y sueñan con pertenecer al “Primer Mundo” son un invento autóctono. Así como a algunos españoles tampoco les gusta ser considerados la resaca de Europa -por cómo los tratan algunos alemanes-, los argentinos se creen más europeos que los europeos, algunos venezolanos se creen un pelín mejores que los demás latinos (aunque tengan el país prendido fuego), y así podríamos seguir todo un día, estos personajes existen en todas las idiosincrasias y en casi todos los idiomas -en inglés se les llama “snob”, en ruso “sno'bist” y en ucraniano “snoob”; en la arena internacional también los hay, aunque recién ahora se nos haya vuelto un poco más evidente gracias a las mieles de internet.
Todo lo dicho hasta acá no es un intento por dar una “lección de comportamiento humano” ni mucho menos, sino más bien viene a colación de una noticia fresca, de estos días, que invita a la reflexión: “el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, realizará este jueves una visita de Estado a Sudáfrica para reunirse con su homólogo, Cyril Ramaphosa, con quien hablará sobre la búsqueda de la paz frente a la invasión rusa en un contexto marcado por las conversaciones para lograr un posible alto el fuego a la guerra impulsado por la mediación de Estados Unidos”.
De esta noticia, además de una que otra reflexión, se desprende quizá un manojo de lecciones que la guerra ruso-ucraniana, así como el derrotero de noticias sobre las gestiones internacionales de Zelenski en las últimas semanas, nos han dejado. La primera de ellas es que, a las promesas, incluso de los grandes poderes que se autoperciben como faros de la democracia en el mundo, se las lleva el viento, o más bien las administraciones que van y vienen.
La segunda gran lección, es que el secreto de la Diplomacia, cuando no se poseen capacidades materiales para ejercer poder, una moneda de cambio con la cual intentar torcer la balanza a nuestro favor, es que requiere alianzas, paciencia y no sobrevive al calor de los flashes de turno cuando se entró en el juego haciendo un cálculo pobre y envalentonado.
En América Latina, esta historia ya la conocemos casi de memoria; quizá por eso miramos los volantazos de política exterior que dio Trump desde que regresó a la Casa Blanca sin demasiada sorpresa. La historia pre y post colonial, pero más aún de los últimos 40 años, nos enseñó en varias ocasiones que, aunque a ciertos sectores de nuestra sociedad les cueste digerirlo (incluso al propio presidente argentino), además de estar en el upite del mundo (literal), Argentina no pincha ni corta en las grandes pujas de poder internacional; y que cuando no se tiene “con qué” (capacidades materiales o simbólicas) pero a algunos dirigentes se les desbordan “las ganas de pertenecer”, se termina actuando por exitismo pero eso reditúa mientras dure el viento de cola, hasta que de repente ¡pum!, el talud y de ahí todo cuesta abajo; después peor, todo cuesta arriba.
Los vientos de la política internacional son tramposos si no se tiene a mano brújula y uno se deja embelesar por el canto de sirenas como la OTAN. Y si además se gobierna un país que tiene “algo con qué”, como una posición geoestratégica invaluable en la conexión entre Oriente y Occidente o en el patio trasero de la Rusia de Putin, “la curva te la podés comer”. Puede salir muy bien o puede salir muy mal. Hasta ahí, Zelenski el bueno, con viento de cola.
Hasta que un día llega Donald Trump, mejor dicho vuelve, con la campaña financiada por quién sabe quién o para qué (o mejor lo analizamos otro día). Puede caernos todo lo mal que queramos (Trump), pero su accionar es pragmático y nacionalista. Entonces, podemos imaginarlo sentado en el Salón Oval: observa, mira a su alrededor, y hace un mapa mental de todos los lugares donde su país pone capacidades; después, quizá, sobresimplifica los intereses detrás de la guerra ruso-ucraniana y decide que, si Ucrania quiere seguir desafiando a Putin en su patio trasero, no hay problema, pero que a Estados Unidos no le conviene, ni le cierran las cuentas para seguir metido en ese baile.
Ya no importa que la administración Biden haya sido una de las principales impulsoras del conflicto motorizado a través de las sucesivas expansiones de la OTAN, festejadas con cierta algarabía tanto en los círculos de poder afines a la alianza militar, y ni que hablar en los complejos industriales-militares que se redituaron con la situación desde entonces.
Poco más de 3 años después del comienzo de esa guerra, que en realidad parecía estar en pausa desde 2014, el viaje de Zelenski a Sudáfrica se produce en uno de sus momentos más “bajos”, tanto a nivel doméstico como a nivel internacional. También se concretará luego de que, según informan diversos medios de comunicación, Ramaphosa mantuviera el lunes una llamada con Putin en la que, presuntamente, ambos líderes expresaron su voluntad de cooperar en la búsqueda de una "solución pacífica" a la guerra.
Pero más aún, ocurre después que, en septiembre del año pasado, en la cumbre de las Naciones Unidas, Zelenski rechazara una propuesta de paz del “Sur Global” encabezada por China y Brasil y secundada por otros estados, entre ellos Sudáfrica. Pero esos eran otros tiempos, tiempos en los que el presidente de Ucrania no imaginaba ser avergonzado públicamente por el presidente entrante de los Estados Unidos, como ocurrió a fines de febrero de este año, ni mucho menos ver a los europeos occidentales desesperados por complacer a Estados Unidos a cambio de un poco de protección.
¿Abrazará Zelenski la esperanza de que los dos mandatarios cuyos países comparten membresía en el BRICS (Rusia y Sudáfrica o Rusia y China o Rusia y Brasil) puedan generar términos para un acuerdo un poco más benevolentes que los alcanzados de la mano de Estados Unidos?
El Sur Global puede que lo reciba (a Zelenski) de brazos abiertos porque, como dicen los correntinos, “entre fantasmas no hay que pisarse las sábanas”. Pero no será sin costo alguno, aunque no lo pague directamente. Rusia, que sí tiene con qué, además juega en este tablero desde hace mucho más tiempo y nunca se comportó de forma despectiva, sino todo lo contrario. Eso, de mínima, le garantiza una posición en la mesa de negociaciones sin ningún discurso puramente moralista ni la beatificación de un héroe de turno como a las que las retóricas “otanescas” nos tienen acostumbrados.
Y aunque muchos coinciden en pensar que Zelenski, y Ucrania, llevan hoy por hoy todas las de perder, al final, mirar al sur quizá le ofrezca más chances de ser escuchado. El escenario “menos peor”, como quien diría.
Porque, aunque Zelenski se vistió de Europa un par de años, quedó periferia; y la repentina corporeización de los juegos de poder más pura y cruda que representa Trump por estos días, llevan de la mano desaires a los que por estos parajes estamos acostumbrados y no todos los gobernantes logran navegar esos mares con dignidad exquisita. Para los europeos, que todavía no salen de su asombro, es la primera vez, y la gestión de Trump recién comienza.