“Lo que viene, lo que viene, lo que viene”, anunciaba el relator icónico de los '90, y todos suponíamos que en ese excelente programa al que los porteños y habitantes del conurbano bonaerense podían acceder libremente, y que en el resto del país los futboleros debíamos pagar para ver, venía lo mejor. A partir de algunos hechos producidos en la primera semana del mes de abril, vale preguntarse si lo que viene en el próximo tiempo político en la Argentina, es peor de lo que hemos vivido en la coyuntura de los últimos años. Pasen y vean, antes que el amarillismo nos tiña a todos. Sean todos y todas bienvenidos.
Dos hechos de la semana anterior disparan el título de este artículo: los golpes lanzados contra el ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni y los comentarios desprovistos de toda empatía humanista de un par de periodistas (?) contra la vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner y su hija Florencia Kirchner, desde un canal de televisión que no son pocos los que afirman que tiene como uno de sus principales accionistas al ex presidente Mauricio Macri.
Los hechos pueden resultar verdaderamente disímiles entre sí, pero tienen el hilo común de estructurarse sobre las bases de la violencia, física y mediática. En el primero de los casos todo se sintetiza más o menos así: un asalto en un colectivo, en el conurbano bonaerense, de madrugada, donde los habitantes de ese micro mundo sólo pueden ser trabajadores que seguramente van por un empleo mal pago y que termina de la peor manera con el chofer asesinado. A partir de allí el justo y lógico reclamo de seguridad de los colectiveros, con paro incluido. Bronca que se acumula e impotencia que no cede.
Sergio Berni ha construido su carrera política en los márgenes de lo bizarro y del perfil del funcionario que camina el territorio. Sus métodos no son precisamente los mejores, pero, a decir verdad, por el tiempo que sobrevive en la función pública, primero como secretario de Seguridad del segundo mandato de Cristina y luego como ministro de Axel Kicillof, el hombre se supo ganar un lugar de supuesta consideración.
Sus métodos de gestión por momentos bordean lo payasesco. Sabrán recordar los rosarinos el show montado en el año 2014 (hoy se cumple un nuevo aniversario) con aquella primera llegada de fuerzas federales para reforzar una seguridad que empezaba a dar señales de desmadre en la región, o la relación que supo construir con la ex intendenta de la ciudad Mónica Fein, baile chamamecero mediante.
A partir de la experiencia del Frente de Todos, no se privó de ser crítico, públicamente, del presidente Alberto Fernández, renegó de su condición de kirchnerista y en algún momento hasta fantaseó con una candidatura presidencial que tuvo el mismo vuelo que el de una rana salida fuera del agua. Siempre supo ufanarse de su conocimiento de la calle. Fue agresivo con pares, cerca de la misoginia con la ex ministra Sabrina Frederic y ha sabido entender que la gestión no se hace en un escritorio sino, otra vez, caminando el territorio. Rara avis de un funcionario que siempre pareció flotar como un electrón libre de ciertas jefaturas políticas. Es probable que tal vez por ello se haya ganado el resquemor de no pocos colegas y el silencio solidario de estos días.
Pero esta vez parece que le falló el termómetro ya que salió al encuentro de los choferes que reclamaban por seguridad y fue recibido de la peor manera. “Yo vengo a poner la cara” afirmó el militar retirado, y da la sensación que con eso ya no alcanza, sobre todo cuando hay vidas en juego. Algo de eso también vivieron en carne propia el gobernador de Santa Fe Omar Perotti y el intendente de Rosario Pablo Javkin, cuando en el año 2021 se hicieron presentes en una marcha que también pedía por lo mismo que los trabajadores de la línea 620.
Más allá del personaje en cuestión, nada justifica la violencia, aunque puedan entenderse ciertas reacciones. El problema no está exclusivamente allí, sino también en el abordaje que el sistema político (y en él también quedan incluidos los medios. Perdón David Easton) le dio al hecho. Desde el silencio inicial hasta pasar por ciertas justificaciones en los golpes recibidos de alguien que estaba indefenso, no pocos dirigentes y opinadores parecieron mirar para el costado.
El hecho pareció ser la representación de ciertos límites que no deberían cruzarse. Y aquí viene la segunda pregunta de ocasión: ¿fue una piña a Berni o fue una piña, como les gusta decir a muchos analistas que nos quieren hacer creer que orinan agua bendita, a “la política”?
Quedó flotando en el ambiente la opción B: que el horno no está para bollos, que existe un cansancio social que se basa en la idea de frustración y que la política discute cosas que a la sociedad no le interesan. Efectivamente, inflación, inseguridad y pobreza no son factores que pasen desapercibidos para una ciudadanía donde muchos de sus habitantes no resignan sus legítimas aspiraciones de tener una vida digna.
No faltaron las comparaciones con el 2001. Pero el "que se vayan todos” fue otra cosa. Excepto algunos casos esporádicos de dirigentes políticos echados de cines o restaurantes, el enojo de ese tiempo no se transformó en una violencia física como la que hemos visto en el último tiempo, intento de magnicidio a Cristina incluido. Si en aquel momento la dirigencia política en su conjunto era cuestionada, el que se fueran todos suponía la infantil ilusión de que lo que viniera, por el sólo hecho de ser nuevo, sería mejor. En esa coyuntura no existió la tentación de antaño de recurrir a las fuerzas militares, y sin haberse ido casi nadie, la Argentina pudo salir de aquella crisis a partir de ser muy cuidadosos con la idea de la violencia como solución de fondo, al punto que las muertes de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán obligó al presidente interino Eduardo Duhalde, a adelantar el llamado a elecciones.
Hoy, eso no parece estar tan claro. La violencia ejercida contra Berni y su posterior relativización de parte de buena parte del sistema político, se entronca directamente con la pedrada al despacho de la vicepresidenta en el Senado de la Nación y con su intento de magnicidio que, algunos, ilusoriamente, suponen que se agota en la banda de Los Copitos.
Cierta violencia política puede y debe ser entendida y comprendida cuando la protagonizan ciudadanos o ciudadanas supuestamente hastiados. Pero nunca compartida ni justificada. La actitud de buena parte de la oposición parece ir en otro sentido, apalancada en un engranaje que, insistimos, no es nuevo. Se construyó desde hechos supuestamente menores como las tapas de la revista Noticias que mostraba el goce masturbatorio de una dirigente política a la que se detestaba y llega hasta las “novedades” de esta semana: piñas y patadas contra un ministro y violencia verbal, otra vez, contra Cristina y su hija.
Ese malestar y desasosiego social, supuestamente se estaría canalizando en la figura de Javier Milei que llegó, entre otras cosas, para complicar la fortaleza electoral de Juntos por el Cambio. Fascista en los hechos, machirulo de formación, vago por naturaleza (revisen su inasistencia crónica al trabajo parlamentario), no son pocos los encuestadores que empiezan a dar como consolidado un escenario de tercios donde la figura de este libertario versión siglo XXI vendría en ascenso.
Milei ha sabido construir las dosis justa de violencia para transformarse en la opción política de no pocos ciudadanos: los suficientes como para hacerlo diputado. Desde los discursos mediáticos, hasta llegar a la forma en que se ha mostrado en los recorridos durante y post campañas electorales, la eliminación del otro es una opción más que concreta. No hay opción de debate político. Por eso, por ejemplo, su silencio a partir de los hechos del 1º de setiembre en La Recoleta y del último lunes a Berni.
Una adenda como al pasar. En el sentido de lo expuesto, el jefe de Libertad Avanza complica las chances electorales de Juntos por el Cambio a partir de la apropiación de una acción y una locuacidad política que le disputa el territorio lindero más afín a Patricia Bullrich. En la foto compleja que supone entender las PASO de la derecha, teniendo como principales protagonistas a Horacio Rodríguez Larreta, Bullrich y Milei (cuesta imaginarse a María Eugenia Vidal siendo de esta partida), los escenarios pueden variar de acuerdo a quien se imponga en esa interna. De ganar el jefe de gobierno porteño, ¿los partidarios de la ex ministra de Trabajo de Fernando de la Rúa (hablando de castas políticas perpetuadas) fluirán con su voto hacia el armado libertario? De prevalecer la presidenta del PRO ¿limita las opciones de Milei para las elecciones de octubre? Preguntas que en pocos meses serán respondidas.
El aire aparece viciado y turbio. Y en ese contexto vale preguntarse si el tiempo político que viene, hará que la violencia fundante de Los Copitos en las cuatro décadas de democracia, llegó para quedarse (lo de Berni vendría a confirmarlo) o si, ambas situaciones, resultarán esporádicas. Aunque las víctimas hasta ahora hayan estado de un solo lado, el riesgo es grande. “Prefiero decirte esto, antes que tu displicencia”, cierra Wos. Y con eso ya tenemos bastante.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez