Aún no habían transcurrido veinticuatro horas del triunfo del Frente de Todos en las PASO, cuando el presidente de Brasil Jair Bolsonaro lanzó su primer dardo, inmiscuyéndose en la campaña electoral argentina. “No queremos hermanos argentinos huyendo a Brasil”, disparó, comparando a una eventual situación en Río Grande do Sul con lo que actualmente sucede en el Estado de Roraima, donde miles de venezolanos se asentaron en los últimos meses, dejando atrás la crisis económica y social que vive Venezuela.
Aunque Alberto Fernández primero optó por responderle a Bolsonaro acusándolo de “misógino y racista”, luego prefirió bajarle el tono a la conversación, atendiendo a dos cuestiones:
En primer lugar, en el plano interno, la pelota ahora la tiene el Gobierno, y el peronismo se inclinó por mantener el perfil bajo en las postrimerías del triunfo electoral, capitalizando los errores en que incurrió el macrismo luego de la paliza en las primarias.
En segundo lugar, Fernández ya tiene en mente la inevitable relación que tendrá con el mandatario brasileño si finalmente es ungido como Presidente de la Nación. Brasil no sólo es el principal socio comercial de la Argentina, sino que es el otro actor clave del Mercosur, en términos de construcción de la aún inconclusa Unión Aduanera, los compromisos externos al bloque, los convenios laborales y por sector económico, y un largo etcétera. Por otra parte, la relación de interdependencia entre ambos países trasciende lo económico y se traduce en convenios políticos que van desde la cooperación nuclear hasta el desarme militar.
Mark Twain decía que “nada necesita ser reformado tanto como las costumbres ajenas”. Si bien se han vuelto habituales las declaraciones insólitas del gobierno de Brasil, nadie creyó que a los dichos de Bolsonaro se le sumarían los del Ministro de Economía, Paulo Guedes, y del Canciller, Ernesto Araújo, referidos a las amenazas de salir del Mercosur y a la comparación del peronismo con el chavismo, respectivamente.
Lo extraño es que, a nivel doméstico, y dado que ya no encuentra eco en la gente, son pocos los que aún agitan el fantasma del “riesgo de convertirse en Venezuela”, salvo algunas excepciones en el fuero político como Elisa Carrió, o en el periodístico, como Alfredo Leuco y Fernández Díaz. A nivel externo, tal disparate sólo podía llegar a tener lugar en un sólo gobierno, y ese fue el de Brasil.
Las advertencias y las referencias al proceso electoral argentino no sólo provinieron de Brasil.
Diosdado Cabello es el número dos del chavismo. Además, es Presidente de la Asamblea Nacional Constituyente y representante máximo del ala más dura del Gobierno de Nicolás Maduro. Cabello tiene un programa de televisión llamado “Con el mazo dando”, una especie de analogía al “Aló Presidente” del difunto Hugo Chávez.
En este programa, Cabello advirtió: “que Fernández no crea que lo están eligiendo porque es él; sino un pueblo que le dice NO al neoliberalismo”.
Más allá de lo ambiguo de la declaración, esa fue la manera en la que el venezolano le marcó la cancha al posible futuro presidente de Argentina. No obstante, hay una ventaja implícita para Fernández: si los gobiernos que opinan sobre una eventual futura gestión son los ubicados en los extremos, hay mucho margen para hacer equilibrio en el medio. Es claro que la relación con Venezuela no será la misma que se mantuvo durante los gobiernos de Chávez: el aislamiento del país caribeño y las sanciones de Estados Unidos así lo impiden. Además, Alberto ya ratificó que su postura será la que han tomado México y Uruguay: apoyar el diálogo y los mecanismos pacíficos para la resolución de la crisis política. Venezuela no supondrá, a priori, un problema en la política regional.
Lo de Brasil es más complicado. La relación con el país más importante de Sudamérica es estratégica en una infinidad de aspectos: político, económico - comercial, militar. Así lo han entendido todos los gobiernos democráticos argentinos: desde Alfonsín hasta Macri, pasando por el menemismo y el kirchnerismo. El desafío será tender puentes con los sectores de las Fuerzas Armadas representadas por el Vicepresidente Hamilton Mourão, y la burocracia de Itamaraty, que velan más por los intereses del Estado de Brasil y no tanto por el supuesto rédito político del discurso radicalizado del Presidente.
Alberto Fernández no posee el poder formal en la Argentina y ya ha recibido presiones, advertencias y amenazas por diestra y siniestra. Uno supone que si el equilibrio interno puede ser establecido, no hay razón para que peligre un posicionamiento cauteloso en el plano internacional. Sin embargo, dado el nivel de endeudamiento y de vulnerabilidad económica y financiera que tiene la Argentina, también tenemos la certeza de que allí, fuera de nuestras fronteras, residirán los principales condicionantes para una eventual administración peronista.
(*) Santiago Toffoli es Analista del Centro de Estudios Políticos Internacionales (CEPI)