La falta de legitimidad del Estado, los resultados electorales adversos para el proceso de paz, y el rol geopolítico que Colombia juega en la América del Sur de hoy, son algunos de los factores que explican por qué, a pesar de la aparente voluntad política de las partes, no se puede poner punto final a un conflicto que ya lleva más de 50 años siendo parte inherente de la realidad colombiana.
Por enésima vez en las últimas décadas, Colombia se ve envuelta en un espiral de violencia y de crisis institucional, en gran parte opacado para el resto del mundo por la omnipresencia mediática de la crisis venezolana. El Gobierno de Iván Duque aún no encuentra (o no busca) la salida al laberinto, que amenaza con borrar de un plumazo los paulatinos pero innegables avances en el proceso de paz que se habían alcanzado en los últimos años.
La compleja inclusión de los “parias”
Ciertas veces la realidad pone de manifiesto los efectos endémicos que un determinado “clima de época” imprime en la vida política y social de un país. Entre los años 1998 y 2010, concreción del Plan Colombia mediante, los Gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe adscribieron al conflicto armado interno en la lucha global contra el terrorismo, a raíz de la ligazón entre guerrilla, terrorismo y narcotráfico, y la afinidad ideológica con los Estados Unidos de George W. Bush. En el contexto del 11-S, el cual posibilitó que la estrategia bélica de Uribe obtenga mayor legitimidad, se dio un proceso de “pariarizacion de las guerrillas” en términos de la profesora colombiana Diana Rojas, el cual supuso la identificación de las FARC como grupo terrorista e implicó, entre otras cuestiones, la aplicación de extradición a los Estados Unidos a miembros de la fuerza insurgente, como sucedía con los jefes narcos.
En este sentido, es posible identificar factores “sistémicos” en la sociedad colombiana que llevaron a los resultados del plebiscito de 2016, en el cual triunfó por escaso margen el “No” al Acuerdo de Paz impulsado por el entonces presidente, Juan Manuel Santos. Estos resultados, si bien manifestaron el grado de polarización presente en Colombia y el apoyo de gran parte de la sociedad a la agenda securitista del uribismo, no fueron obstáculo para la firma de los Acuerdos, en noviembre de 2016, en la ciudad de La Habana.
Los Acuerdos supusieron, entre otras cuestiones, el ingreso de las FARC a la vida institucional de Colombia, constituyendo un partido que mantendría la sigla pero sería bautizado como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Además, impulsaron la constitución de la Justicia Especial para la Paz (JEP), un tribunal transicional encargado de investigar, juzgar y sentenciar a los responsables de crímenes ocurridos a lo largo de todo el conflicto interno.
El triunfo electoral del partido Centro Democrático en 2018, abanderado del No a la Paz, y su candidato, Iván Duque, no hizo más que reconfirmar la relación de fuerzas en la política colombiana presente desde 2016, cuando los acuerdos fueron rechazados en las urnas.
Contradicciones institucionales
Ya con Iván Duque como Presidente de Colombia, la incorporación de las FARC a la vida político-partidaria del país estuvo plagada de obstáculos. Con el uribisimo de nuevo en el poder se sembró un clima de incertidumbre sobre los avances logrados en el Proceso de Paz. A ello hay que sumarle que el nuevo partido formado por los ex guerrilleros no cosechó un apoyo considerable en las elecciones legislativas de 2018 y su líder, Rodrigo Londoño (más conocido como “Timochenko”) retiró precozmente su candidatura presidencial. El esquema se complejizó aún más con la detención de un ex dirigente de las FARC, Jesús Santrich, y la imposibilidad de que asuma su banca como congresista.
En las últimas semanas, el escenario se agravó y los resortes del Estado entraron en conflicto sobre el camino a seguir. El martes pasado fue asesinado en el Departamento Cauca Jorge Enrique Corredor, un ex comandante de las FARC.
Desde la firma de los Acuerdos de Paz, más de 130 excombatientes de la desmovilizada fuerza armada fueron ultimados, en ataques que aún no han sido esclarecidos, y por los cuales la ex guerrilla ha denunciado a grupos paramilitares de ultraderecha.
Por otro lado, la JEP ha negado la extradición de Santrich a los Estados Unidos, dando como resultado la renuncia del Fiscal General de Colombia, Néstor Martínez, como protesta a la decisión de la Justicia transicional. No es la primera vez que las decisiones de la JEP entran en conflicto con otros sectores del Estado. En el mes de marzo, el Presidente Duque objetó algunos artículos de la Ley Reglamentaria de la JEP y los envió al Congreso para que los reformara. Este tribunal es clave para implementar el acuerdo de paz con la guerrilla desmovilizada, y claramente su colusión con otros poderes no hace más que colocar palos en la rueda.
Todos estos obstáculos ponen en riesgo la incorporación de los ex combatientes a la institucionalidad colombiana. Al mismo tiempo que, la falta de garantías por parte del Estado para continuar con el proceso, hace posible el retorno a las armas por parte de los ex guerrilleros, que denuncian persecución política y falta de cumplimiento de los puntos establecidos en los Acuerdos.
Geopolítica y resabios del Plan Colombia
Un ingrediente más a esta frágil coyuntura de la Colombia de hoy, días antes del asesinato de Corredor se divulgó un informe del periódico estadounidense New York Times, en el cual se denuncia que el Gobierno de Duque le ha ordenado a la comandancia del Ejército duplicar la cantidad de bajas y capturas en combate desde comienzos de este año. El diario afirma que el ambiente creado por el Gobierno y las Fuerzas Armadas guarda similitudes con el escándalo de los ‘falsos positivos’, aquellas ejecuciones extrajudiciales de civiles presentadas como bajas en combate, durante la década pasada. Duque no tardó en desmentir esto y asegurar que no tolerará violaciones de los Derechos Humanos por parte de los uniformados.
Más allá de las réplicas mutuas, Colombia continúa encerrada en su propio laberinto, aún más, después de que el Gobierno y la guerrilla más importante del país alcanzaran un acuerdo de paz. Muchas veces sucede que el Estado no actúa en su conjunto como un actor homogéneo y unificado, pero se mantiene una expectativa mínima, de que los mecanismos institucionales no entren en colusión unos con otros.
El Plan Colombia ha otorgado a las Fuerzas Armadas cuantiosos recursos de todo tipo, en el contexto de la ‘lucha contra el terrorismo’. Veinte años después de su nacimiento, los cuarteles parecen no rendir cuentas ante un poder político que brinda su territorio como base de operaciones para la oposición venezolana, con la paradoja de no poder garantizar la seguridad de sus compatriotas en zonas como Cauca, donde los asesinatos son parte de la realidad de cada día.
Si retrospectivamente se traza una línea de tiempo, la autoproclamación de Juan Guaidó como Presidente de Venezuela sucedió 20 días después de la asunción de Jair Bolsonaro como Presidente de Brasil, y algunos meses después del retorno del uribismo al poder en Colombia, personificado en el Presidente Iván Duque. Brasil y Colombia volvieron, en tan solo seis meses, a adoptar políticas identificadas con el militarismo y la agenda de seguridad como prioridad. La Venezuela Bolivariana, ubicada en la pinza de estos dos países, ingresó en otra crisis política poco después de ambos cambios de Gobierno.
Colombia tiene tres caminos a seguir en el laberinto en el que se encuentra inmersa: continuar alentando, por acción u omisión, la gravísima falta de cohesión de los mecanismos estatales; actuar como pieza geopolítica desestabilizadora en la crisis venezolana; o que el poder político, con apoyo y garantía de las Fuerzas Armadas, los partidos políticos, y la sociedad civil, ratifique el proceso de paz y lo amplíe hacia el resto de los grupos insurgentes.
Esta última puerta parece ser la única que puede conducir a la salida del laberinto colombiano.
(*) Analista del Centro de Estudios Políticos Internacionales (CEPI)