La primera vuelta de las elecciones presidenciales colombianas confirmó el camino emprendido por Alvaro Uribe hace ocho años. SI bien los números finales no le dieron al candidato oficialista, Juan Manuel Santos, el margen para imponerse en primera vuelta, queda posicionado para un cómodo triunfo en el ballotage.
Hasta hace no mucho tiempo algunos analistas se planteaban el interrogante de qué era lo que estaba en juego en Colombia, tomando como referencia las elecciones presidenciales celebradas a finales de mayo. En un país con dinámicas internas atravesadas por variables singulares en la región y perdurables en el tiempo (a saber, la presencia de la guerrilla de las FARC y la consecuente militarización de la sociedad colombiana) la única certeza que parecía ofrecer estos comicios era la continuidad de las políticas implementadas en los ocho años de gestión del presidente Álvaro Uribe, centradas principalmente en el combate a la guerrilla. Por el contrario, las incógnitas eran más numerosas.
Una de ellas era si el candidato oficialista, el ex ministro de defensa Juan Manuel Santos, podría capitalizar la enorme popularidad de Uribe. Otra era discernir como encasillar al candidato del Partido Verde, Antanas Mockus, y sus formas progresistas de acción política, así como también su capacidad efectiva de instalarlas en un nivel más general. Si bien el resultado abrumadoramente mayoritario a favor de Santos en primera vuelta es tributario de aquellas variables únicas en la región y de su correlato en el seno de la sociedad civil colombiana, la aparición de otros elementos novedosos en el transcurso de la campaña ofrecidos por Mockus y aceptados por buena parte del electorado habilita el interrogante de cuál es el rumbo al que se dirige Colombia.
Puede decirse que hubo dos hechos que marcaron un antes y un después en el proceso que desembocó en las elecciones de mayo. El primer factor fue la imposibilidad de Uribe de presentarse para un tercer mandato consecutivo, en virtud de un dictamen del Tribunal Constitucional a tales fines. Si bien esta cuestión no estuvo exenta de polémicas, centradas en torno a supuestos acuerdos bajo cuerda en el Parlamento colombiano para apoyar esta iniciativa y a irregularidades de forma, lo cierto es que la popularidad adquirida por Uribe a partir de los éxitos en la lucha contra las FARC permitía pensar no sólo en la posibilidad del tercer mandato sino en una previsible victoria. La prohibición judicial implicó, en los hechos, un cambio rotundo del mapa político con vistas a las elecciones presidenciales. Por otro lado, un segundo factor fueron los resultados de las elecciones legislativas de marzo, importantes en tanto constituirían un indicador del margen político del sucesor de Uribe. El desempeño del oficialista Partido de la Unidad, que obtuvo una cómoda mayoría (52 escaños sobre un total de 102), sumado al éxito de los conservadores, aliados naturales de la actual administración, prefiguraba un escenario despejado para la continuidad del proyecto uribista con miras a la próxima gestión, con el resultado adicional de mantener a Álvaro Uribe como actor central de la política colombiana.
En este sentido, el nombramiento de Juan Manuel Santos parecía consistente con este escenario. Habiendo ocupado el cargo de Ministro de Defensa desde 2006 a 2009, fue Santos el encargado de poner en práctica los principales lineamientos de la agenda política de la Administración, plasmados en la política de seguridad democrática. Bajo este paraguas, y a partir de la presión constante por parte del Ejército sobre la insurgencia armada, el gobierno obtuvo no sólo un repliegue de las actividades de las FARC sino que se le adjudican dos de los hechos más importantes en este marco: el rescate de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt tras 7 años de cautiverio por parte de la guerrilla, y el descabezamiento de la cúpula guerrillera con la muerte de su segundo al mando, Raúl Reyes, en un cuestionado ataque en territorio ecuatoriano que acabó con la ruptura de las relaciones entre Bogotá y Quito. Estos éxitos lo convirtieron en el heredero y sucesor natural de Uribe, posición que se vio confirmada tras la prohibición a un tercer mandato por parte del actual presidente.
Tras las legislativas, todos los analistas descontaban su elección como nuevo mandatario hasta la aparición sorpresiva del candidato del Partido Verde, Antanas Mockus. Ex alcalde de Bogotá y proveniente del campo académico, Mockus exhibía como antecedente el saneamiento presupuestario de la economía bogotana y un fuerte sesgo pedagógico y ecológico-cultural que tuvo gran aceptación. Al sesgo educativo implementado en su campaña, y al sistema de consensos al interior del Partido Verde que desembocó en su candidatura, se le sumó un uso intensivo de Internet con sus redes sociales para la difusión de su propuesta de campaña, estrategia utilizada por Barack Obama en las presidenciales norteamericanas, y que le valió a Mockus el título de “candidato 2.0”. Este sesgo educativo se tradujo en un mensaje de campaña en el cual el respeto a la Constitución y a la ética fueron centrales, a partir de un enfoque en las falencias de la estrategia de seguridad democrática en materia de derechos humanos, con los llamados “falsos positivos”; esto es, ejecuciones extrajudiciales de civiles, presentados como guerrilleros muertos en combate, política adjudicada a decisiones tomadas desde lo más alto del Estado e instrumentadas por Santos en su gestión ministerial; o en las consecuencias institucionales de la denominada “parapolítica”, término que define los vínculos entre funcionarios de alto nivel, algunos con presunta llegada al Palacio de Nariño, y sectores del crimen organizado o el paramilitarismo.
De esta manera, la campaña electoral colombiana tuvo como característica principal el hecho de que las cuestiones de seguridad interna y lucha contra la guerrilla no ocuparon la centralidad del debate político, por lo que asuntos tales como el déficit fiscal, el alto índice de desempleo e informalidad laboral, o las relaciones con Venezuela y Ecuador en sus aspectos comerciales ocuparon este espacio. Así, temas tradicionales en el conjunto de la región sudamericana se constituyeron en los “nuevos temas” de la política colombiana. No obstante ello, y a pesar de la amplitud ideológica del arco político colombiano, se hizo patente entre los diferentes candidatos (exceptuada la izquierda, representada por el Polo Democrático) una lucha por la herencia del legado político uribista, pugna de la cual tampoco estuvo excluido Mockus, anclado en el centro político. De esta forma, el debate de fondo dejó traslucir un corrimiento del eje de discusión en el que los parámetros básicos del modelo económico-social, pero sobre todo de seguridad, no estuvieron nunca cuestionados, centrándose la atención principalmente en la búsqueda de principios de legalidad constitucional a la hora de su aplicación. El ejemplo de los “falsos positivos” se constituyó así en el ejemplo claro de los límites de la aplicación a rajatabla del enfoque uribista en cuanto al combate de las fuerzas irregulares. Esta arista del debate, por lo demás inédita, puede ser considerada como una contribución decisiva de Mockus al conjunto de la discusión.
Así, los discursos de Santos y Mockus se estructuraron en dos posiciones polares: del lado de Santos, el pragmatismo y la continuidad de las políticas de Uribe, con énfasis en cuestiones económicas, mientras que Mockus centró su discurso en un mensaje de eticidad y transparencia en la acción política concreta, aprovechando su origen políticamente separado de los partidos tradicionales u orientados al uribismo. Todo esto parecía fundamentar la paridad en las encuestas en días previos a las elecciones, que preveían un empate técnico para ambos candidatos con victoria posterior de Mockus en segunda vuelta, lo que daba lugar a pensar en el surgimiento decisivo de un nuevo discurso. Esto explicó la virulencia de los últimos días de campaña, con una presencia mediática constante de Uribe, casi como si él mismo fuera candidato y no su ex ministro de Defensa.
Tal vez no fuera tanta sorpresa la victoria de Santos en primera vuelta, sino la enorme diferencia en comparación con Mockus, resultado imprevisto para propios y extraños, pero sobre todo para las encuestadoras, que fueron incapaces de predecirlo. Más allá de las discusiones en torno a las leyes sobre sondeos y la probable pérdida de influencia de las encuestadoras como formadores de opinión, lo cierto es que dicha diferencia (46% a 21%) constituye una clara muestra de las preferencias de la sociedad sobre el rumbo a seguir. Pueden esgrimirse varios motivos: la mejora en el conjunto de la economía en un marco de crisis financiera global, la incidencia del voto rural a favor de Santos, o la aprobación de la estrategia militarista contra las FARC. De esta manera, Santos pudo erigirse como continuador legítimo del uribismo, tributando el triunfo a la figura del presidente y prefigurando un gran acuerdo nacional entre todos los partidos, ubicándose ya como presidente electo. La derrota de Mockus también reconoce razones concretas: la confirmación de la tendencia histórica del elevado nivel de abstención (50% del padrón), lo que indicó además la ausencia del voto joven, principal target de campaña del candidato verde, así como también una falta de concretización en su propuesta ético-legalista, la cual fue percibida a la hora del voto como un ideal político más que como una meta plausible. También fue importante en el deterioro de su imagen su declaración de ateísmo, crucial en un país profundamente católico, junto con la vinculación de su figura en el imaginario popular a la del presidente venezolano Hugo Chávez
En este último sentido la figura de Chávez fue un factor decisivo en la campaña. Más allá de las declaraciones en contra de Santos, las que paradójicamente favorecieron al candidato oficialista, tanto Chávez como las FARC son considerados los principales causales de la incapacidad de la izquierda colombiana de consolidarse en las urnas, en tanto existe la percepción de que ser de izquierda implica ser partidario de uno de ellos, o de ambos. Así se entiende tanto el retroceso del Polo Democrático al cuarto lugar, cuando en las elecciones pasadas se había como segunda fuerza, y el ascenso del partido Cambio Radical, de Germán Vargas Lleras, que con el 10% se consagró tercero. Si el primer ejemplo se explica por la aparición de Mockus y su discurso ético, el segundo confirma una vez más el sesgo hacia la derecha de la sociedad colombiana, descontándose el apoyo de Vargas Lleras a las políticas ahora encarnadas en Santos.
Así, la segunda vuelta pareciera haberse definido de antemano. Con el arco político inclinado hacia la derecha, con una izquierda rezagada y con una diferencia apreciable en porcentaje de votos, probablemente Mockus se afiance en los 3 millones de votantes que lo apoyaron, buscando aquello de lo que careció en la primera vuelta: la organicidad de esa masa de votos jóvenes que expresaron su preferencia vía Facebook o Twitter, buscando a la vez una mística discursiva que fue superada electoralmente por el pragmatismo político de Santos. La victoria de este discurso da cuenta de que el ganador de esta primera vuelta fue, en realidad, Álvaro Uribe. No obstante ello, nadie ha perdido de vista la importancia de aquellos viejos “nuevos temas”: desarrollo económico, generación de empleo, o incluso la ética y el apego a la Constitución. Por ello, sea quien sea el ganador, tanto Santos como Mockus bien pueden ser las expresiones de la llegada del post-uribismo a la política colombiana.
(*) Analista Interncional de la Fundación para la Integración Federal
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