La cita en Toronto dejó tela para cortar. El episodio más comentado fue la discusión entre Cristina Fernández y Nicolás Sarkozy en medio del plenario de mandatarios. La pregunta que se desliza es si detrás del enojo del francés con la presidenta argentina existe algún elemento del viejo/nuevo nacionalismo xenófobo europeo.
Se hace difícil despegar los resultados de la Cumbre del G-20 celebrada este fin de semana en Toronto, Canadá, del cruce protagonizado por la presidenta argentina, Cristina Fernández y el mandatario francés, Nicolás Sarkozy, durante el plenario del encuentro. En él se resume, en gran medida, el profundo estado de división que existe en el seno del grupo respecto de la mejor forma de afrontar la crisis financiera que tiene en jaque a las naciones europeas y en vilo al resto del mundo.
Esta crisis es como una suerte de río que divide en dos a las naciones participantes del G-20. En una orilla se encuentran los países europeos, Japón y Canadá. Estos defienden la aplicación de duras recetas de ajuste tales como los recortes de salarios, la reducción del déficit fiscal, el aumento de la edad jubilatoria y la flexibilización de las condiciones de trabajo. En la otra orilla, países como los Estados Unidos, Brasil, Rusia, India, China y la Argentina, defienden una salida de la crisis a partir de la implementación de políticas expansivas del empleo cualitativo, estímulos fiscales y facilidades para el acceso al crédito destinado a la inversión productiva.
Dicho de otra forma, los primeros promueven una salida defendiendo a su sistema financiero y poniendo la carga de la solución sobre el conjunto de la población. Los segundos pretenden que la solución provenga de proteger las fuentes de ingresos de los trabajadores y que sean los sectores financieros (principales orquestadores y responsables de la fiesta especulativa que condujo a la presente situación) quienes asuman la carga y el costo de la salida de la crisis. Hay algo que sin embargo es evidente: no será posible –salvo un descalabro que conduzca a la crisis hacia límites inimaginables– que alguno de los grupos imponga su opción sin resignar alguna posición. Es la dinámica inherente a todo proceso de negociación.
La declaración final de la Cumbre es un intento precario de construir ese puente que comunique ambas orillas y permita sortear con éxito el río. “Nos comprometemos a adoptar acciones coordinadas para sostener el crecimiento, crear empleos y obtener una expansión más fuerte, sostenible y equilibrada”, afirma la declaración como clara alusión a la posición de las naciones entre las que se encuentra la Argentina. Sin embargo, también se pide a los países asegurar la sustentabilidad fiscal, reducir los déficits y controlar las deudas públicas, tal como pretenden los europeos. Es, hasta el momento, un inestable ejercicio de equilibrio y malabarismo para no desatar el malestar de nadie y construir el puente del consenso.
Sin embargo, el mencionado cruce de opiniones entre los mandatarios de Francia y de la Argentina nos provoca una sensación que va más allá de la mera falta de acuerdo en relación a una cuestión o sobre distintas visiones del mundo. A posteriori de que Cristina Fernández hiciese una descripción del derrotero que condujo al país a la debacle de diciembre del 2001 (dicho sea de paso, descripción que fue seguida con atónitos intercambios de miradas entre los mandatarios de Europa que reconocían en el camino recorrido por la Argentina, el mismo que ellos estaban construyendo para sus propios países) Nicolás Sarkozy pidió la palabra y sin pelos en la lengua dijo que “la Argentina y el resto de América Latina no comprenden ni tienen la menor noción del grado de hostigamiento que el EURO está sufriendo a manos de los operadores financieros”. La respuesta de la presidenta no se hizo esperar y le señaló que “en América Latina podemos dar cátedra respecto del hostigamiento de los sectores financieros sobre nuestras monedas”. “Es más –continuó– la Argentina tiene especial interés en la estabilidad francesa y del EURO puesto que una buena parte de las reservas del país están en esa moneda. No creo que Francia, por el contrario, tenga sus reservas en moneda argentina”, le retrucó.
Semejante cruce de opiniones es una rareza en cumbres a este nivel y fue vivida por los mandatarios asistentes como tal. Y la sensación que nos invade es que detrás del exabrupto de Sarkozy se esconde algo más profundo. Es casi como la exteriorización del sentimiento de no poder aceptar que una nación inferior venga a decirle a la poderosa potencia cómo hacerle frente a sus propios problemas. De no tolerar que la experiencia del país inferior sea exitosa y por lo tanto, la respuesta adecuada para el bienestar de la mayoría en contraposición del bienestar de unos pocos. Es la muestra de esa suerte de prepotencia con la que siempre se han sabido manejar, no sólo Francia, sino el mundo desarrollado en general. La prepotencia de aquel que pretende decirles a los demás cómo deben vivir. Y si cabe la comparación, ahí está el ejemplo de la prohibición que el gobierno de Sarkozy impuso en el uso de la burka (la vestimenta que usan las mujeres de origen musulmán que le cubre desde la cabeza hasta los pies) en espacios públicos bajo la excusa de que representan un símbolo del sometimiento al que son sometidas las mujeres en el mundo islámico.
Otra vez, dicho sea de paso, no estamos en desacuerdo con el argumento per sé, sino con el significado que se le pretende dar: la uniformidad de lo distinto, el fin de la multiculturalidad. Porque si bien el uso de la burka puede ser un elemento de sometimiento a las mujeres en países como Afganistán, su uso en sociedades occidentales obedece a cuestiones más ligadas a la costumbre y la cultura que a la imposición social. Esta obsesión por la uniformidad es una ola que amenaza desde hace un tiempo a esta parte al viejo continente producto del fenómeno inmigratorio que provocó comentarios –ya que estamos en tiempos de mundial– como el del líder de la extrema derecha francesa, Jean Marie Le Pen, respecto a que el fracaso de su selección en la cita sudafricana se debía a la presencia de demasiados jugadores procedentes de familias africanas; o para el caso de Italia, el del líder de la xenófoba Liga del Norte, Umberto Bossi, quien sostuvo que la eliminación de la “azzurra” se debió a la inclusión de demasiados napolitanos en el plantel.
Vivimos tiempos que para muchos son convulsionados. Algunos aprovechan fracasos deportivos para sacar a relucir lo peor de sí mismos y de sus dirigencias políticas. Otros se escudan en la defensa de intereses económicos para deslegitimar experiencias exitosas provenientes de naciones a las que en más de una ocasión pretendieron decirles cómo conducir sus vidas. Es complicado decir que la historia está comenzando a dar un giro hacia un cambio de esa dinámica. A muchos nos gustaría pensar que es así. Mientras tanto, en la construcción del camino hacia la utopía de un mundo más justo y equitativo, disfrutemos al menos, de las pequeñas alegrías que once muchachos tratando de perforar la meta rival nos están regalando por estos días.
(*) Lic. en Relaciones Internacionales - Analista Internacional de la Fundación para la Integración Federal
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