A riesgo de ser nominado como grupo de riesgo (y asumiéndolo), en el lejano tiempo de nuestra infancia, donde la calle era aliada y no la enemiga pública en la que la convertimos durante este siglo XXI que habitamos, lo lúdico era (como en todos los niños) el centro de nuestras vidas.
El siempre presente fútbol, la guerra en una plaza que poco tenía de la prolijidad del actual Parque Irigoyen, pistas de autos dibujadas en las veredas, bajar los frutos de los paraísos que luego nos servían como munición para algunas “disputas” que se definían con esas armas letales que se construían a base de ruleros y globos; eran parte de nuestra cotidianeidad barrial.
Pero había uno que sobresalía especialmente, dado que, en aquellos tiempos de machismo irreductible, jugarlo habilitaba a poner en duda la hombría del niño que lo practicaba: la rayuela. No hace falta, queridas lectoras, queridos lectores, que explique las características del juego, sólo diré que representaba todo un interesante desafío físico pulular de base en base, con una pierna para luego agarrar algún elemento del suelo. En los tiempos políticos que corren en la Argentina, buena parte de la oposición (no contando solamente en ella a dirigentes partidarios), salta de tema en tema, de indignación en indignación, tratando de tomar algo del piso que le fue esquivo en 2019 y que corre riesgo de volver a serlo en 2021. Y aquí sí debemos una explicación. Repasemos.
Lo hemos dicho hasta el hartazgo en estos más de trece meses de pandemia: se hicieron denuncias de infectaduras, de atentados contra la libertad, de inocular con veneno a la sociedad, de vacunatorios vip, de que La Cámpora administraba las dosis, de que la adquisición de Sputnik V era parte de una relación casi enfermiza de Cristina Fernández con Vladimir Putin, de que los menores de 60 años no serían vacunados hasta el 2022, de que si Pfizer, que en enero nos habría provisto de 14 millones de dosis, hubiera pedido el territorio de Las Malvinas deberíamos haberlas entregado, de que faltaban vacunas de primera dosis, de que la relación con el laboratorio nacional que produce la AstraZeneca en el país era parte de una estafa, de que EE.UU jamás nos mandaría vacunas que le sobran, de que los operativos para ir hasta Moscú son caros, y ahora, en la última perlita de los últimos días, de que faltaban segundas dosis de las que produce el Instituo Gamaleya y que las vacunas colocadas en los brazos de los argentinos, se vencían.
En fin, un largo derrotero de falacias que han sido desmentidas por la realidad, sistemáticamente, una a una. En la mayoría de los casos (y debo confesar que hice un recorrido bastante acotado de los delirios pandémicos de este período) las afirmaciones carecían de argumentación y de fundamentos sostenidos por la ciencia. En todos ellos, parte de esa oposición y su estrecha vinculación con la corporación mediática hicieron el resto. Se ha recurrido al miedo como forma de construcción política. Se viene jugando a todo o nada. Y se instala, en algunos casos de manera perversa y en otros de manera errónea, la falsa idea de que las elecciones de setiembre y noviembre son definitorias y de que se juega el destino de la Patria ya que estamos a siete diputados de ser Venezuela o Nicaragua, según el interlocutor que lo plantee.
Que los sectores opositores agiten ese fantasma es entendible por las razones que venimos explicando en esta columna desde el mismísimo 10 de diciembre de 2019: su imposibilidad absoluta de mostrar algún logro de gestión en los cuatro años que administraron el país. Ahora bien, que sean los propios sectores oficialistas que habiliten ese mismo enfoque es un error de proporciones que tiene dos condicionantes. Uno, palpado en la historia reciente del país, cuando a partir de la derrota de medio término en las elecciones de 2009, se configuró el Grupo A en el Congreso con un claro perfil opositor y pese a ello, dos años después Cristina Fernández obtuvo una victoria impensada en la noche del 28 de junio de 2009.
El segundo condicionante refiere a los límites del juego del todo o nada ya que, como en la vida misma, jugar un pleno sólo sirve para el devenir de un casino, y no para el trajinar de la administración de un país. Construir imaginariamente derrotas o victorias definitivas en tiempos que no lo son, supone un error de enfoque que compra la línea discursiva de sectores que, de manera ya no tan sutil, comienzan a instalar la idea de la deslegitimación electoral.
Primero fue Mauricio Macri, quien sembró dudas en una entrevista ante dos periodistas de TN, sobre el resultado electoral de 2019. Esa construcción discursiva en la voz del ex presidente tiene, a su vez, tres factores que le juegan en contra. Es una burda mentira, ya que no se explicaría, por ejemplo, porqué el kirchnerismo siendo oficialismo permitió su triunfo en 2015, y cómo logró instalar el fraude siendo Juntos por el Cambio quien había coordinado las elecciones de 2019. A su vez, demuestra su incapacidad manifiesta para entender los resultados electores y, además, lleva consigo una alta dosis de soberbia que se emparenta más con su pertenencia de clase (que jamás entendió la lógica del pueblo argentino) antes que con un dirigente lúcido que acepta las verdades definitivas de los votantes.
En esa entrevista ante el canal del Grupo Clarín quedó claro que el ex presidente ya no es la estrella de otrora. Haber hecho el sano ejercicio de la repregunta de las periodistas demostró, una vez más, la escasa capacidad de Macri para salirse de los discursos pre moldeados. La semana se refuerza con la continuidad de la novela de las candidaturas de Juntos por el Cambio, fundamentalmente en el Pro, donde Horacio Rodríguez Larreta no termina de aceptar los planteos macristas en el reparto territorial y en la confección de listas, dejando un espacio abierto para la posibilidad concreta de una interna que, según se dice públicamente, nadie desea del todo.
En esta vuelta de tuerca de usar al miedo como recurso, también apareció la inestimable ayuda de un grupo de intelectuales (parece que el Grupo Aurora murió nonato), que identifican un escenario de incertidumbre y de intento de deslegitimación a lo que puedan decidir los argentinos, que preocupa. En la carta, no aparece ni una sola palabra de autocrítica por haber apoyado a un gobierno que empeoró todos los indicadores sociales y económicos del país. Refieren al aumento de la pobreza como un elemento que tiene como responsabilidad exclusiva a la administración de Alberto Fernández sin poner bajo real valor lo generado por la pandemia ni, lo que sería su mayor aporte, el reconocimiento de la situación de indefensión en la que quedó el país luego de la administración amarilla.
De alguna manera, la carta comentada, actúa, una vez más, como reversión política de los erradores seriales de la economía que anuncian vientos de cola y cataclismos económicos desde el mismísimo 25 de mayo de 2003.
https://twitter.com/LongobardiM/status/1408449738047905796
Desde aquella famosa publicación de Claudio Escribano sub director del diario La Nación, que afirmó que, a partir de la llegada de Néstor Kirchner al poder, Argentina había decidido darse gobierno por un año, pasando por las reiteradas muertes políticas de Cristina Fernández, hasta llegar a la desaparición definitiva del kirchnerismo, han sucedido una variedad de hechos que demostraron, que presagiar en política se parece más a un juego de conciencias con una alta dosis de autoestima, antes que a intelectuales que saben desglosar los elementos de la realidad. La antítesis de alguna manera, con un tal Horacio González, quien en su ciclo vital hizo realidad aquella vieja aspiración gramsciana del intelectual orgánico, habiéndose transformado en un formador de miles de discípulos que aprendieron a valorar su agudeza, su complejidad política y calidez humana, resulta obvia.
En los procesos electorales la exageración es parte del combo de dimes y diretes con los cuales convivimos a diario y no está mal acostumbrarse a ello como ciudadanos maduros y responsables que portamos, afortunadamente, casi 40 años de democracia sobre nuestras espaldas. Pero el miedo, como la tristeza que pretenden inculcarnos en nuestro día a día desde hace 76 años, es un factor que no opera sólo por el mero interés de imponerlo. En estos tiempos se intenta construir sobre la base de un posible resultado electoral que, como ha sido recurrente en la Argentina, a varios, les costará aceptar y entender.
(*) Analista político de Fundamentar