Hay algo que define al gobierno que conduce Alberto Fernández: la necesidad. Nos explicamos mejor. Es muy común, que las candidaturas a cargos tan importantes sean producto de un proceso que, devenido en el tiempo, parezcan inexorables. En un trabajo político que lleva años, una candidatura se trabaja y se moldea para que, llegado el momento oportuno, parezca natural que alguien encabece una fórmula que lo deposite en el poder.
Sabido es que el gobierno de Cristina Fernández, había llegado al 2015 con un proceso de desgaste que podríamos definir como lógico. Doce años administrando el país, discutiendo y disputando poder con y en el poder, con un estilo claramente definido, había dejado una huella imposible de no ver. La llegada a la presidencia de Mauricio Macri, además de representar el inoxidable sueño de los dueños de la Argentina de ser legitimados por el voto popular, posibilitó, de manera clara y contundente, que el país fuera atendido por los que siempre se consideraron sus propios dueños, a lo cual llegaron por una diferencia de un puñado de votos.
Gobernaron como si la legitimidad del balotaje de noviembre hubiera sido saldada con una mayoría abrumadora. La voracidad de clase, la incapacidad manifiesta de un conjunto de técnicos formados en “colleges” de renombre y la miopía política que les hizo creer que habían derrotado para siempre al peronismo, permitieron el resto. Es historia conocida: la combinación de mala praxis y el auto convencimiento de que habían llegado para quedarse propiciaron su salida de la administración del país.
Pero el proceso no fue inocuo. El peronismo necesitó cambiar el chip. Debió comprender que si pretendía ser opción de poder debía transitar un camino distinto al de los años anteriores. No exento de autocrítica, comprendió que la necesidad tiene caraja de hereje, y que los enojos, diferencias y caprichos del pasado debían ser dejados de lado para imaginarse otro futuro. Si bien la jugada política de Cristina Fernández de bajarse de la candidatura sin bajarse del todo fue magistral, es justo decir que previamente hubo un tiempo de diálogo y cercanía que sirvió como contención a lo que vino después. El caso de Alberto Fernández es el mejor ejemplo de ello: en poco menos de dos años pasó de ser el armador de una lista interna del PJ, a candidato a presidente que nadie discutió seriamente.
La necesidad estuvo implícita en la ya famosa frase: “con Cristina no alcanza, pero sin Cristina no se puede”. Eso es lo que está inserto en el ADN del gobierno que esta semana cumplió un año en el ejercicio del poder: la comprensión cabal y definitiva de que para ganar (y gobernar) todos eran necesarios, entendiendo, hacia afuera y hacia adentro, que se iniciaba un camino doblemente “extraño” para la historia del peronismo: la convivencia de distintos que nos obliga a hablar de una coalición gobernante y el inédito caso de un Partido Justicialista donde quien es el jefe del ejecutivo, no es el exclusivo dueño del poder político.
Y esto último no deja de ser un problema en sí mismo para propios y extraños. Los primeros, porque están acostumbrados a una forma de ejercicio del poder absolutamente opuesta a la que funciona desde hace 12 meses y a los segundos, porque acostumbrados al corsé mental que supone una mirada histórica y previamente definida del peronismo quedan, descolocados frente a ciertas disputas internas de cada día. Un desafío para lectoras y lectores: si, como afirmaba aquella vieja máxima cafierista, al igual que los gatos, cuando los peronistas se pelean en realidad se están reproduciendo, sería lógico preguntarnos hasta dónde, en la cotidianeidad de ciertas peleas, el gobierno actual no va haciendo camino al andar. Lo dejo como tarea para el fin de semana.
Habiendo consolidado un reparto de poder en las áreas de gobierno que intentaba ser proporcional del peso específico de cada sector interno de la coalición, al poco tiempo de desandar la administración quedó demostrado que nada es para siempre en tiempos de posmodernidad y lo que se suponía (allá por finales del 2019) sería un desafío inédito en la política argentina, se vio reforzada por la llegada del Covid-19, del cual nadie hizo previsión alguna. Ni occidentales ni orientales, ni países desarrollados ni en vías de desarrollo, ni advenedizos vulgares ni hombres de la ciencia.
A la vez que debía instalarse un gobierno con un nuevo estilo, con desafíos económicos y sociales enormes, la pandemia llegó como un elemento que impuso nuevas reglas de convivencia social, económicas y políticas. Para la fuerza triunfadora de octubre había un doble factor de la necesidad que actuaba como feedback: convivir en la diversidad y administrar los severos límites que impuso el virus nacido en China.
En ese marco tan particular, aparecieron varias novedades. El ahora presidente recurrió mucho al diálogo. Como candidato, como personaje electo y como dirigente en funciones. Ese ida y vuelta incluyó a medios de comunicación (si bien han quedado muy rezagados los que no son de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) y a redes sociales.
En la primera etapa de la pandemia, sobre todo en el período más consolidado de las restricciones, resultaba muy común observar al presidente en un diálogo directo y franco con usuarios de redes que lejos estaban de ocupar espacios de poder. Eso daba una idea de cercanía que dio algunos frutos iniciales, ubicando al presidente en el centro de la comunicación, el cual se siente muy cómodo en su rol de hombre que explica los procesos y las decisiones (no casualmente resulta profesor universitario). Esa característica, que indudablemente representa una fortaleza en el perfil de Fernández, a veces resultó sobre utilizada, al punto de pagar algunos costos políticos innecesarios.
Pero es indudable que el gobierno se anotó algunos éxitos. El más resonante, indudablemente refiere al acuerdo con los bonistas extranjeros y la posibilidad concreta de una quita y extensión de plazos en el pago de la deuda que le da aire a la economía argentina. Acusado de ser un inepto por los voceros más rutilantes del club de erradores seriales de pronósticos económicos, Martín Guzmán se convirtió en la estrella más rutilante del equipo ministerial al lograr un acuerdo ni más ni menos que del 99%.
Las presiones (aun presentes) de una devaluación que favorezcan a los ganadores de siempre han sido contenidas al punto de haber bajado la famosa brecha entre el dólar oficial y el ilegal de manera evidente. Incluso la inflación, que no debe ser soslayada ni mucho menos, puede ser mostrada como un dato positivo: del casi 54% que se heredó de la administración Macri, cerraría el 2020 con unos veinte puntos por debajo.
La pregunta difícil de responder para algunos es cómo referenciar a la situación social. Con números de la pobreza creciente, con el deterioro evidente en los sectores más informales de la economía, los opositores al gobierno creen haber encontrado un punto de cuestionamiento que mina la credibilidad del oficialismo. Tanto es así, que el propio Mauricio Macri (el dirigente nacional con peor imagen) ha intentado ganar protagonismo con los déficits del gobierno, como si nada tuviera que ver con la historia reciente y como si nada debiera explicarnos a los argentinos.
El debilitamiento de lo social es evidente. Pero si no se parte desde donde se inició la actual administración y la ayuda que sirvió de contención en este tiempo, la mirada será incompleta. No tiene sentido la construcción contra fáctica de lo que hubiera pasado con otro gobierno en el poder o cómo se hubiera sobrellevado éste 2020 sin la pandemia. Desde Maquiavelo para acá sabemos que la política es lo que es y no lo que nos gustaría que fuera. Si la consigna es mirar la foto del aumento de la pobreza sin tener en cuenta contextos internacionales y la base estructural desde donde parte el país para enfrentar una pandemia inédita en cien años, sólo obtendremos una mirada parcial del asunto.
Pero también algún “error no forzado” aparece en el espejo retrovisor de este primer año de gestión. Si bien la intervención de la firma Vicentín fue una buena idea que quedó confirmada una vez más esta semana que pasó, con el pedido de intervención estatal de parte del juez Fabián Lorenzini, no menos cierto resulta que la forma en que se llevó adelante el proceso, benefició en nada al gobierno. A la buena idea que suponía el involucramiento del Estado argentino en el negocio de la exportación de cereales y el rescate de los acreedores de la estafa que subyace de parte de los Nardelli – Padoan, le correspondió una pésima comunicación entre los distintos niveles de la administración y hacia el conjunto de la sociedad. Buena parte de la oposición política hizo el resto.
La recuperación económica incipiente, la contención del dólar y tarifas, el diálogo con el Fondo Monetario Internacional, la sanción de leyes clave que responden a promesas de campaña (IVE, modificación jubilatoria) y a la emergencia del Covid (impuesto a las grandes fortunas), la recreada disputa con la Corte Suprema de Justicia de la Nación, alguna improvisación en materia de relaciones internacionales y la falta de un diálogo más fluido con la oposición (de acuerdo al deseo del propio Fernández) le dan sentido a este cierre de año tan particular.
De alguna manera, la pandemia ha supuesto una relativización de lo deseado. Ha actuado como límite político claro presentando una situación novedosa, acompañada de una oposición que no estuvo delimitada necesaria o definitivamente por lo ideológico sino por aquellos que tenían gestión o no a su cargo, algo que podría haber resultado impensado nueve meses atrás. Si Mauricio Macri ha tenido sobrevida política en este 2020, es porque ha optado por representar a un núcleo duro (y minoritario) de la sociedad que se sintetiza en su anti peronismo y -¿por qué no?- en algunos delirios místicos que intentan explicar el surgimiento de la crisis sanitaria; pero que, en definitiva, no ha encontrado eco en actores como Gerardo Morales, Rodolfo Suarez o el propio Gustavo Valdés.
Pero ese límite se está corriendo nuevamente. Esta vez hacia cierto esquema algo más tradicional. Paralelamente al surgimiento de la vacuna y a la cercanía en el horizonte que permita pensar una vuelta a ciertas rutinas cotidianas que parecían algo olvidadas, la tensión política vuelve a pasar por un esquema más tradicional. Las disputas de las últimas semanas parecen demostrarlo. El escenario general parece jugar a favor del gobierno de los Fernández. La necesidad de los diversos sigue vigente. La del conjunto de los argentinos, también. Y aunque de a ratos parezca que poco se ha hecho, llegar a un diciembre relativamente tranquilo, es de un valor inestimable. Le pese a quien le pese.
(*) Analista político de Fundamentar