La cofradía opositora lo vivió como un triunfo. La pléyade compuesta por dirigentes políticos, medios y periodistas opositores y ciudadanos que creen emular el comportamiento de movimientos sociales con vigilias nocturnas, lo celebraron como un gol en el último minuto. Tal vez el del empate.
La acordada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) del último martes, aceptando el per saltum solicitado por los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli, dejó una sensación de triunfalismo en los sectores que defendieron a los jueces desplazados con acuerdo del Consejo de la Magistratura y del Senado de la Nación y que sirvió más como oxígeno político a la propia oposición cambiemista antes que a los propios demandantes.
De arranque digamos que la CSJN una vez más, actuó como un sujeto político. Esto no es bueno ni malo en sí mismo. Simplemente ES. Está en su naturaleza, es parte de su ADN. Cierto liberalismo conservador ha esgrimido durante décadas que la Justicia es sólo un instrumento de aquellos valores que inspiran el republicanismo y las libertades. Algo así como una herramienta, un tecnicismo que haría mejor la vida de los hombres. Nada ha dicho de los fundamentos ideológicos de cualquier doctrina. Y ha sido tan eficaz en la construcción de sentido que muchas veces solemos ver y escuchar a constitucionalistas de cierto renombre que se azoran por fallos donde aparecen, válgame Dios, fundamentos políticos.
La decisión de la semana anterior del presidente de la Corte Carlos Rosenkrantz, convocando a la reunión con sus pares para el último martes de setiembre y a los fines de discutir si debía aceptarse o no el per saltum, indudablemente, refiere a lo político. Porqué se tomó esta demanda y no otras es lo que le da ese carácter. Aclarado el concepto, y reconociendo la legitimidad y legalidad de lo dispuesto, revisemos las razones políticas de ciertos procedimientos.
Su presidente es, a no dudarlo, un hombre del macrismo. Desde los valores que ha expresado hasta su cercanía demostrada en las “formas” de su nombramiento. Su recorrido profesional y los clientes que ha defendido no lo emparentan precisamente con una figura unánimemente respetada por el siempre tan particular, mundillo del derecho.
Debe decirse: la actual Corte se encuentra severamente desgastada en su imagen. Razones no faltan. Podríamos resumirla en dos grandes razones. El paso del tiempo que todo lo corroe y el comportamiento público que han tenido casi todos sus integrantes.
El máximo tribunal aparece como aletargado, muy apegado a ciertas cuestiones procedimentales que, en definitiva, atentan contra la idea misma de eficacia de la propia Justicia. Anualmente llegan a sus estrados muchísimos casos y son resueltos muy pocos. La pandemia parece haber reforzado esa idea de que el Poder Judicial está en otra cosa.
Y desde el comportamiento público también han aparecido situaciones que potenciaron su desgaste. Dos de sus integrantes (Rosenkrantz y Rosatti) aceptaron ser nombrados “en comisión” por Mauricio Macri. Se presentó tal escándalo allá por inicios de 2016, que al ex presidente no le quedó otra posibilidad que promover su nombramiento cuatro meses después con el aval del Senado. Lo que mal arranca…
Una tercera, Elena Highton de Nolasco, supo colocarse por encima de la mismísima Carta Magna y logró acuerdo, con el entonces oficialismo, otra vez, y amparo cortesano para seguir en el cargo pese a haber superado la edad límite de 75 años.
El cuarto integrante, Ricardo Lorenzetti, víctima de un escrache injustificable el fin de semana anterior, ha sabido ganarse más enemigos que amigos en sus delirios imperiales de transformarse en una especie de referencia ética insoslayable cuando a comienzos del mes de marzo, al inicio del supuesto año judicial, desde el púlpito cortesano nos daba charlas magistrales sobre el sentido de la Justicia. Casualmente por esos días (1° de marzo) y de acuerdo a lo que dice la propia Constitución Nacional, el protagonismo lo tiene la cabeza de otro de los poderes, el Ejecutivo, cuando da por iniciado el período de sesiones ordinarias el Poder Legislativo. Delirios de grandeza le diríamos en mi Tablada natal.
Dicen, los que dicen que saben, que el único que no está flojito de papeles es el mismísimo Juan Carlos Maqueda, hombre impulsado por el hoy psicótico y siempre pontificio Eduardo Duhalde. Poca sustancia para tanta materia.
No casualmente la idea presidencial de conformar una comisión para que revise qué hacer en el futuro con buena parte de la estructura judicial, ha encontrado eco en juristas de renombre que le han puesto el cuerpo a la idea. Nadie se rasgará las vestiduras ni tratará con su analista la angustia de la rémora judicial, pero está a la vista que algo hay que mejorar en la Corte, aunque no haya un consenso definitivo sobre el qué.
Sus procedimientos y dictámenes sólo son conocidos, deducidos, o traducidos por expertos. Por qué se aborda con urgencia un tema como el de los jueces desplazados y no otros que pueden ser más trascendentes para la vida social, se parece más a un juego del poder, donde se responde a la lógica elitista de ciertos protagonistas antes que al principio supremo de sed de justicia que se dice defender.
¿Cómo se establece la voluntad de aquello que se discute y falla? ¿Cuáles son los principios que le dan sentido a lo que se discute? Es la voluntad de uno (como demostró su presidente la semana anterior cuando impuso la reunión del martes 29) o a lo sumo de unos pocos quienes deciden sobre la vida de una sociedad dinámica y cambiante. Sabido es el perfil aristocrático del Poder Judicial y que, a la sazón, resulta el menos democrático de los poderes. No hay voto popular y seguramente resulta positivo para una comunidad que un juez no quede sujeto a los vaivenes electorales, pero tampoco aparecen de manera visibles, comportamientos racionales expuestos con sistematicidad y plazos en los procedimientos de la propia Corte. No deja de resultar un interesante oxímoron: el organismo que debe velar por la juridicidad procedimental no sabe explicarle cabalmente a la sociedad cómo y cuándo elige decidir lo que decide. Eso no huele bien.
Pero en resumen el “éxito” opositor de la semana que pasó debe ser relativizado. Por dos grandes razones. La primera refiere a que nada de fondo se ha decidido. Si bien se habilitó la posibilidad del tratamiento supremo, debe decirse que en los fundamentos de los jueces no aparecen opiniones que adelanten fallo en un sentido u en otro. Sólo su presidente deja entrever, y esto también es discutible, una postura a favor de los demandantes. Será un lindo desafío imaginar los comentarios de quienes hoy celebran si esta misma Corte fallara en contra de sus deseos.
Pero hay una cuestión aún más grave por resolver. Dando por supuesto el caso que el fallo de fondo actuara en favor del trío Bruglia, Bertuzzi, Castelli nos enfrentaríamos ante un nuevo riesgo institucional: quedaría habilitado que el jefe de uno de los poderes maneje a su antojo y disposición la designación de jueces de distinta jerarquía y jurisdicción. Eso es lo que está en juego al revisarse el pasado con el accionar de Mauricio Macri y allegados. Pero también se discute el futuro de ciertas relaciones políticas de la Argentina que viene. Deberán ser muy imaginativos Sus Señorías para que los fundamentos de la ilegalidad de ayer sea base de la legalidad del mañana.
Da la sensación a la distancia, que la decisión de la Corte (cuando la tome), no dejará conforme a nadie. Se justificarán los jueces con que cierto salomonismo judicial, donde ninguno gane del todo, sea lo más sano para la República. Pero lo cierto es que su presidente decidió meter a la Corte en el barro del día a día de ciertas prácticas políticas. Y el resultado de lo que de allí surja, seguramente, tendrá sus pies de barro. Y ya sabemos, que nada sólido se construye con sólo tierra y agua.
(*) Analista político de Fundamentar