La pandemia de la Covid-19 trajo aparejada una paradoja que, a fuerza de repetida y sabida, no ha dejado de ser real: aislándonos, nos cuidamos. Sin vernos, sin estar en contacto con el otro, nuestra posibilidad del no contagio aumenta. En parte, de allí proviene el relativo éxito de la escasa circulación del virus en provincias como Santa Fe y localidades como Rosario.
Pero la semana anterior, la principal ciudad de la provincia vivió una contradicción propia a partir del paro dispuesto por los trabajadores del transporte automotor que, al no haber cobrado su salario del mes de abril de forma completa, decidieron una obvia y justa medida. Vale aclarar que no es Rosario la que exclusivamente padece este problema, sino un conjunto de ciudades que dependen doblemente de la recaudación que generan los usuarios del sistema y del nivel de subsidio que aportan tanto el Estado nacional como provincial.
Va de suyo que una ciudad de las características de Rosario está condenada a sufrir los paros de transporte urbano de pasajeros. Eso lo han entendido desde siempre dirigentes políticos, empresarios, sindicalistas y los usuarios. Si el “quédate en casa” ha sido el eje central de la lucha contra la pandemia que ha traído resultados verdaderamente positivos, no es menos cierto que la actividad económica se ha visto seriamente afectada. La flexibilización de la famosa cuarta etapa de la cuarentena así lo demuestra. Todos los niveles del Estado dependen de la recaudación que genera la actividad comercial, con la salvedad de que sólo el nacional puede ir repechando la cuesta con la emisión monetaria. El resto, debe arreglarse como puede.
Por ello parecía tan importante que, aunque lentamente, el mundo del trabajo se fuera normalizando desde el lunes 11 de mayo. Pero una de las dudas principales radica en el sistema de transporte. Sabido es que resulta uno de los focos más importantes de transmisión del virus. De allí la reticencia del equipo de expertos que asesora al presidente Alberto Fernández a habilitar sin más la circulación masiva.
Y Rosario no es la excepción. En ello radica la contradicción rosarina: si lo que me potencia para enfrentar el virus es el aislamiento, del cual a su vez necesito salir para poner en marcha la economía, pero, por otro lado, un paro de transporte frena la actividad local, podríamos preguntarnos, legítimamente, cuán urgente verdaderamente es el problema para algunos de los responsables. En el contexto pre cuarentena, ¿habría tolerado la ciudadanía un paro de una semana? Es evidente que no. El jefe político de la ciudad, si el problema son los subsidios que no llegan, ¿no se hubiera puesto al frente de la demanda? Es evidente que sí. El carácter excepcional del tiempo que vivimos parece modificar ciertas disputas de manera notable.
Y la rosarinidad del asunto radica, además, en su propia historia. Pablo Javkin, como intendente de la ciudad, es heredero de una historia muy particular a partir de la acción política del gobierno del que fue parte por un par de años. Luego de tres décadas de administración socialista, el último fotograma del transporte muestra un sistema público “mixto”: dominado por un privado que ha administrado las empresas más rentables y co-administrado por el sistema público que, ya se sabe, tomó las empresas que de a poco iban quebrando. (Ni pierdan el tiempo en recordarme que ahora existe alguna empresa privada más en el sistema. Los invito a que vean cómo están conformados sus directorios).
El carozo del asunto está visible. El gobierno anterior jugó a la oligopolización del sistema: siempre es más fácil entenderse con un empresario que con varios de ellos. Y el sindicato a lo largo de esta historia también fue funcional a esos intereses. Hemos visto hasta el hartazgo cómo funcionaba el sistema: el Ente de la Movilidad de Rosario daba en primicia al multimedios más importante de la región que la ecuación del boleto estaba por debajo del promedio. Éste lo publicaba en su tapa, con lo cual imponía agenda. Los funcionarios decían que no estaba previsto ningún aumento aunque, efectivamente, los números no cerraban, hasta que, “eureka”, en un par de semanas llegaba el pedido de cambio de tarifas al Concejo Municipal que, finalmente, cedía. Y cuando la relación de fuerzas no favorecía al oficialismo, el empresario privado amenazaba con el no pago de los sueldos y, raudamente, el recientemente fallecido dirigente sindical, Manuel Cornejo, decretaba una medida de fuerza (en muchas ocasiones sorpresivas) que dejaba a muchos rosarinos de a pie.
Tal vez como un acto reflejo de aquellos tiempos no muy lejanos, la actual comisión directiva (que es la misma que acompañaba a Cornejo), convocó al paro. Pero, otra vez, la pandemia desarticuló formas y métodos que todos creíamos establecidos e inmodificables por siempre. En consecuencia, el resultado no es el mismo: un paro diluido, que lleva angustia a sus trabajadores, y que, si afinamos bien la mirada, no faltará el funcionario que haya visto con alivio que la situación epidemiológica no se complique dado que el transporte no funciona.
La pregunta final es si la situación puede extenderse mucho más. Da la sensación de que no (esta columna se escribe un domingo a la noche y se publica 24 horas después). Pero más allá de los detalles de lo que la coyuntura pueda resolver, queda claro que la contradicción se hizo presente de una manera tal que, habiendo afectado a trabajadores por igual -los que no cobran y los que deben ir a ganarse la vida-, lo que debería haber sido un alto costo político para la administración local, resultó en una mirada, por ahora, de costado de la mayoría de los rosarinos, más preocupados porque el virus no amplíe su zona de influencia desde los 250 kms que separan el aglomerado metropolitano de Buenos Aires con la otrora segunda ciudad del país. El mundo cambió. Algo de eso nos cuenta Armando Manzanero.
(*) Analista político de Fundamentar