Durante el segundo aniversario de la "Primavera Árabe" en Egipto, la Plaza Tahrir fue escenario de disturbios que hicieron a muchos observadores temer que sus previsiones optimistas de 2011 estuvieran totalmente erradas. El problema se debe, en parte, a haber descrito los acontecimientos con una metáfora de corto plazo que alentó expectativas distorsionadas. Si en vez de "Primavera Árabe" hubiéramos hablado entonces de "Revoluciones Árabes", tal vez nuestras expectativas hubieran sido más realistas: una revolución no es un acontecimiento que dure una estación o algunos años, es algo cuyo desarrollo demanda décadas.
Tomemos como ejemplo la Revolución Francesa, que empezó en 1789. ¿Quién hubiera predicho que menos de una década después, un ignoto soldado corso conduciría a los ejércitos franceses a las riberas del Nilo, o que las Guerras Napoleónicas convulsionarían Europa hasta 1815?
Las revoluciones árabes todavía pueden darnos muchas sorpresas. Hasta ahora, la mayoría de las monarquías árabes tuvieron suficiente legitimidad, dinero y poder para sobrevivir a las oleadas de revueltas populares que derribaron autocracias republicanas seculares como la de Hosni Mubarak en Egipto y la de Muamar el Gadafi en Libia, pero este proceso revolucionario apenas lleva dos años.
Debajo de las revoluciones políticas árabes subyace un proceso más profundo y prolongado de cambios radicales: lo que a menudo se denomina "revolución de la información". Aunque todavía no terminamos de entender sus consecuencias, lo cierto es que esta revolución está transformando de raíz la naturaleza del poder en el siglo veintiuno: vivimos tiempos en que todos los Estados se mueven en un entorno donde ni siquiera las autoridades más poderosas tienen el mismo grado de control que tenían en el pasado.
El flujo y el control de la información han sido preocupaciones de todos los gobiernos de la historia, y no es esta la primera vez que el mundo siente los efectos de cambios drásticos en la tecnología de la información: ya la imprenta de Gutenberg fue un factor importante de la Reforma Protestante y de las guerras que la sucedieron en Europa. Pero en la actualidad, la proporción de la población que tiene acceso al poder que surge de la información, tanto en el nivel nacional como en el internacional, es mucho mayor.
La revolución global del presente se basa en rápidos avances tecnológicos que han disminuido enormemente el costo que supone crear, buscar y transmitir información. El poder de cómputo se ha duplicado más o menos cada 18 meses durante 30 años; y a principios del siglo veintiuno costaba la milésima parte de lo que costaba a principios de los setenta. Si el precio de los automóviles hubiera disminuido tan rápidamente como el de los semiconductores, hoy un auto costaría 5 dólares.
En los años ochenta, sin ir más lejos, una llamada telefónica a través de alambres de cobre permitía transmitir solamente una página de información por segundo; en la actualidad, una delgada hebra de fibra óptica puede transmitir 90.000 volúmenes en un segundo. En 1980, para almacenar un gigabyte de datos hacía falta toda una habitación; hoy, 200 gigabytes de datos caben en el bolsillo de la camisa.
Un elemento incluso más importante es la enorme disminución del costo de transmitir información, que reduce las barreras contra el ingreso. Conforme el poder de cómputo se abarató y las computadoras se achicaron hasta el tamaño de teléfonos inteligentes y otros dispositivos portátiles, los efectos descentralizadores fueron colosales. El poder sobre la información está mucho más distribuido ahora que unas pocas décadas atrás.
Esto hace que la política mundial ya no sea terreno exclusivo de los gobiernos. Hoy individuos y organizaciones privadas (se trate de WikiLeaks, corporaciones multinacionales, ONG, terroristas o movimientos sociales espontáneos) cuentan con un nuevo poder para actuar sin intermediarios.
La difusión de la información implica que las redes informales están socavando el monopolio de las burocracias tradicionales; ahora ningún gobierno puede controlar su agenda tan bien como lo hacía antes. Los dirigentes políticos están más condicionados a la hora de responder a los acontecimientos, y no solamente tienen que comunicarse con otros gobiernos, sino también con la sociedad civil.
Pero sería un error exagerar las lecciones que las revoluciones árabes nos dan sobre la información, la tecnología y el poder. Si bien la revolución de la información puede, en principio, reducir el poder de los estados grandes y aumentar el de los estados pequeños y los actores no estatales, la política y el poder son asuntos más complejos de lo que este determinismo tecnológico permite suponer.
A mediados del siglo veinte, se temía que las computadoras y los nuevos medios de comunicación crearan la clase de control estatal central que vemos representada en el libro 1984 de George Orwell. Y en la práctica, diversos gobiernos autoritarios (en China, Arabia Saudita y otras partes del mundo) han usado las nuevas tecnologías como instrumentos de control de la información. Las ciberutopías chocan contra la ironía de que las pistas electrónicas que se dejan en redes sociales como Twitter y Facebook a veces facilitan el trabajo de la policía secreta.
Después del desconcierto inicial que sufrió en 2009 por causa de Twitter, en 2010 el gobierno de Irán logró suprimir el movimiento "verde". Asimismo, aunque la "Gran Muralla Informática" (el súper firewall) de China dista de ser perfecta, hasta ahora el gobierno se las arregló para mantener el control a pesar del rápido desarrollo de Internet en el país.
Dicho de otro modo, aunque algunos aspectos de la revolución de la información ayudan a los más pequeños, hay otros que ayudan a los que ya son grandes y poderosos. El tamaño todavía importa. Si bien tanto un hacker como un gobierno pueden crear información y aprovecharse de Internet, lo que cuenta en muchos casos es que los grandes gobiernos tienen a su disposición decenas de miles de empleados capacitados y enormes recursos de cómputo con los cuales descifrar códigos o infiltrarse en otras organizaciones.
Del mismo modo, más allá de que ahora sea barato diseminar la información que ya existe, para reunir y crear información nueva a menudo se necesita una inversión mayor, y en muchas situaciones competitivas, la información nueva es la que cuenta. Un buen ejemplo se encuentra en el trabajo de inteligencia; el elaborado gusano Stuxnet, que sacó de servicio centrifugadoras nucleares iraníes, parece haber sido una creación gubernamental.
Los gobiernos y los grandes estados todavía tienen más recursos que los actores privados ahora armados con el poder de la información; pero actúan en un escenario con muchos más competidores. ¿Cómo seguirá este drama? ¿Quién ganará, quién perderá?
Para responder estas preguntas habrá que esperar décadas, no una sola primavera. Como nos muestran los sucesos en Egipto y otras partes, apenas comenzamos a comprender la forma en que la revolución de la información está transformando la naturaleza del poder en el siglo veintiuno.
(*) Ex Subsecretario de Defensa de EEUU. Director del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU. Es profesor en Harvard y uno de los académicos de las Relaciones Internacionales más destacados del mundo.
FUENTE: The Project Syndicate