La crisis financiera internacional ha puesto en crisis la hegemonía del pensamiento liberal. En ese contexto, algunos postulados de la vieja teoría mercantilista están siendo recuperados para competir con el paradigma dominante
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La historia de la economía es en gran medida una lucha entre dos escuelas de pensamiento opuestas, el «liberalismo» y el «mercantilismo». El liberalismo económico, con su énfasis en los emprendimientos privados y el libre mercado es la doctrina dominante actual. Pero su victoria intelectual nos ha cegado respecto del gran atractivo –y frecuente éxito– de las prácticas mercantilistas. De hecho, el mercantilismo sigue vivo y goza de buena salud, y su continuo conflicto con el liberalismo probablemente será una importante fuerza que influirá sobre el futuro de la economía.
Actualmente se desecha por lo general al mercantilismo como un conjunto arcaico y patentemente equivocado de ideas de política económica. Y, en su apogeo, los mercantilistas ciertamente defendieron algunas nociones bastante extrañas, entre las cuales la más notoria era que la política nacional debía guiarse por la acumulación de metales preciosos: oro y plata.
El tratado de Adam Smith de 1776, La Riqueza de las Naciones, demolió hábilmente muchas de esas ideas. Smith demostró, en especial, que no debe confundirse al dinero con la riqueza. Según él, «la riqueza de un país no está constituida solamente por su oro y su plata, sino por sus tierras, viviendas y bienes de consumo de todo tipo».
Pero resulta más exacto pensar en el mercantilismo como una forma diferente de organizar la relación entre el Estado y la economía –una visión no menos relevante hoy que en el siglo XVIII–. Los teóricos mercantilistas, como Thomas Mun, fueron de hecho fuertes defensores del capitalismo; simplemente proponían un modelo diferente al liberalismo.
El modelo liberal percibe al Estado como necesariamente predatorio y al sector privado como dedicado inherentemente a la búsqueda de beneficios. Por ello propone una estricta separación entre el Estado y las empresas privadas. El mercantilismo, por el contrario, ofrece una visión corporativista en la cual el Estado y las empresas privadas son aliados y cooperan en busca de objetivos comunes, como el crecimiento de la economía nacional o del poderío del país.
El modelo mercantilista puede ser ridiculizado como capitalismo estatal o amiguismo. Pero cuando funciona, como a menudo ha sido el caso en Asia, la «colaboración empresario-gubernamental» o el «Estado proempresarial» rápidamente reciben abundantes elogios. Las economías retrasadas no han dejado de notar que el mercantilismo puede ser su aliado. Incluso en Gran Bretaña, el liberalismo clásico solo llegó a mediados del siglo XIX –esto es, después de que el país se hubiese convertido en la potencia industrial dominante del mundo–.
Una segunda diferencia entre ambos modelos reside en la preferencia que se brinda a los intereses de los consumidores o de los productores. Para los liberales, reinan los consumidores. El objetivo final de la política económica es aumentar el potencial de consumo de los hogares, que requiere brindarles acceso sin obstáculos a los bienes y servicios al menor precio posible.
Los mercantilistas, por el contrario, enfatizan el sector productivo de la economía. Para ellos una economía sólida requiere una estructura productiva sólida. Y el consumo debe basarse en un alto nivel de empleo con salarios adecuados.
Estos modelos diferentes tienen implicaciones predecibles para las políticas económicas internacionales. La lógica del enfoque liberal es que los beneficios económicos del intercambio surgen de las importaciones: cuanto más baratas las importaciones, mejor, incluso si el resultado es un déficit comercial. Los mercantilistas, sin embargo, ven al comercio como una forma de apoyar la producción y el empleo locales, y prefieren impulsar las exportaciones en vez de las importaciones.
La China actual es la principal portadora de la antorcha mercantilista, aun cuando los líderes chinos jamás lo admitan –todavía el término conlleva demasiado oprobio–. Gran parte del milagro económico chino es producto de un gobierno activista que ha apoyado, estimulado y subsidiado abiertamente a los productores industriales, tanto locales como extranjeros.
Si bien China ha abandonado muchos de sus subsidios explícitos a las exportaciones como condición para su participación en la Organización Mundial de Comercio (a la cual se unió en 2001), el sistema de apoyo mercantilista sigue en gran medida vigente. En particular, el gobierno ha administrado el tipo de cambio para mantener la rentabilidad de la industria manufacturera y esto ha resultado en un considerable superávit comercial (que se redujo recientemente, pero en gran medida como resultado de una desaceleración económica). Además, las empresas orientadas a las exportaciones continúan beneficiándose por variados incentivos fiscales.
Desde la perspectiva liberal, estos subsidios a las exportaciones empobrecen a los consumidores chinos y benefician a los consumidores en el resto del mundo. Un estudio reciente de los economistas Fabrice Defever y Alejandro Riaño, de la Universidad de Nottingham, calcula las «pérdidas» chinas en un 3% del ingreso de ese país y los beneficios para el resto del mundo en aproximadamente el 1% del ingreso mundial. Desde la perspectiva mercantilista, sin embargo, estos son sencillamente los costos de construir una economía moderna y prepararse para la prosperidad en el largo plazo.
Como muestra el ejemplo de los subsidios a las exportaciones, ambos modelos pueden coexistir alegremente en la economía mundial. Los liberales deben alegrarse cuando los mercantilistas subsidian su consumo.
De hecho esa es, en esencia, la historia de las últimas seis décadas: países asiáticos que sucesivamente se las ingeniaron para crecer enormemente aplicando distintas variantes del mercantilismo. Los gobiernos de los países ricos hicieron la vista gorda la mayor parte del tiempo mientras que Japón, Corea del Sur, Taiwán y China protegieron sus mercados locales, se apropiaron de «propiedad intelectual», subsidiaron a sus productores y regularon sus tipos de cambio.
Hemos llegado al fin de esta feliz coexistencia. El modelo liberal ha perdido su brillo, debido al aumento en la desigualdad y la difícil situación de la clase media en occidente, junto con la crisis financiera producida por la desregulación. Las perspectivas de crecimiento en el mediano plazo para las economías estadounidense y europeas van de moderadas a funestas. El desempleo continuará como una de las principales preocupaciones para los responsables de políticas. Es probable que entonces las presiones mercantilistas se intensifiquen en los países avanzados.
Como resultado, el nuevo entorno económico producirá más tensión que acomodamientos entre los países que busquen vías liberales y mercantilistas. Puede también despertar debates latentes desde hace mucho tiempo sobre el tipo de capitalismo que genera una mayor prosperidad.
(*) Profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard
FUENTE: The Project Syndicate