Las medidas de tipo monetaria para intentar fomentar el crecimiento han llegado a su límite de eficacia a esta altura de la crisis internacional. Sin embargo, se sigue insistiendo en ellas
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Los bancos centrales a ambos lados del Atlántico adoptaron extraordinarias medidas de política monetaria en septiembre: la tan esperada «QE3» (tercera dosis de flexibilización monetaria por parte de la Reserva Federal estadounidense) y el anuncio del Banco Central Europeo sobre la compra ilimitada de bonos de los gobiernos de los países en problemas de la eurozona. Los mercados respondieron con euforia. En EEUU, por ejemplo, los precios de las acciones alcanzaron máximos posrecesión.
Otros, especialmente quienes forman parte de la derecha política, se mostraron preocupados por la posibilidad de que las recientes medidas monetarias impulsen inflación en el futuro y fomenten un gasto gubernamental desenfrenado.
De hecho, tanto los temores de los críticos como la euforia de los optimistas son injustificados. Con tanta capacidad productiva actualmente subutilizada y con perspectivas económicas tan sombrías en lo inmediato, el riesgo de una inflación grave es mínimo.
Sin embargo, las acciones de la Fed y el BCE enviaron tres mensajes que deben brindar un respiro a los mercados. En primer lugar, afirmaron que las acciones previas no han funcionado; de hecho, los bancos centrales más importantes son en gran parte responsables de la crisis. Pero su capacidad para revertir sus errores es limitada.
En segundo lugar, el anuncio de la Fed sobre su decisión de mantener las tasas de interés en niveles extraordinariamente bajos hasta mediados de 2015 implica que no espera una próxima recuperación. Eso debería constituir una señal de aviso para Europa, cuya economía es actualmente mucho más débil que la estadounidense.
Finalmente, la Fed y el BCE indicaron que los mercados no recuperarán el pleno empleo rápidamente por sí solos. Es necesario un estímulo. Eso debería servir como réplica a quienes exigen mayor austeridad tanto en Europa como en Estados Unidos.
Pero el estímulo necesario –en ambos lados del Atlántico– es de carácter fiscal. La política monetaria ha demostrado ser ineficaz y es improbable que más de ella consiga regresar la economía al sendero del crecimiento sostenible.
En los modelos económicos tradicionales, la mayor liquidez produce más créditos, en su mayoría para los inversores y a veces para los consumidores, lo que incide positivamente sobre la demanda y el empleo. Pero consideren un caso como el español, donde tanto dinero ha huido del sistema bancario y continúa haciéndolo mientras Europa juguetea con la implementación de un sistema bancario común. El simple hecho de agregar liquidez mientras se continúa con las actuales políticas de austeridad no reavivará la economía española.
Además, en EEUU, los bancos más pequeños, que financian en gran medida a las pequeñas y medianas empresas, fueron desatendidos. El gobierno federal –tanto durante la presidencia de George W. Bush como la de Barack Obama– asignaron cientos de miles de millones de dólares para apuntalar a los megabancos, al tiempo que dejaron que cientos de estos prestamistas más pequeños, aunque de fundamental importancia, quebraran.
Pero los créditos se verían limitados incluso si los bancos gozaran de mejor salud. Después de todo, las pequeñas empresas dependen de los créditos con garantías, y el valor de los bienes raíces –la garantía más habitual– aún se mantiene a un tercio de sus niveles precrisis. Además, dada la magnitud de la capacidad ociosa en bienes raíces, las menores tasas de interés afectarán poco los precios de los inmuebles y mucho menos impulsarán otra burbuja de consumo.
Por supuesto, no pueden descartarse efectos marginales: los cambios pequeños en las tasas de interés de largo plazo debido a la QE3 pueden producir pequeños aumentos en la inversión; algunos ricos aprovecharán los mayores precios de las acciones para consumir más; y unos pocos propietarios podrán refinanciar sus hipotecas y reducir sus pagos, lo que también les permitirá impulsar el consumo.
Pero la mayoría de los ricos saben que las medidas temporarias solo generarán una efímera señal en los precios de las acciones –insuficiente para permitir un aumento significativo del consumo. Más aún, los informes sugieren que pocos de los beneficios por las menores tasas de interés en el largo plazo se están filtrando a los propietarios de viviendas; los principales beneficiarios, parece, son los bancos. Muchos de los que desean refinanciar sus hipotecas aún no pueden hacerlo, ya que deben más por sus hipotecas de lo que vale la propiedad subyacente.
En otras circunstancias, EEUU se beneficiaría por el debilitamiento del dólar que se deriva de las menores tasas de interés –una suerte de devaluación competitiva mediante políticas de «empobrecer al vecino» a expensas de los socios comerciales estadounidenses–. Pero, dadas las menores tasas de interés europeas y la desaceleración global, es probable que los beneficios sean pequeños incluso en este caso.
A algunos les preocupa que la nueva liquidez conduzca a peores resultados –por ejemplo, un boom de productos básicos, que funcionaría en gran medida como un impuesto sobre los consumidores estadounidenses y europeos–. Las personas de mayor edad, que fueron prudentes y mantuvieron su dinero en bonos gubernamentales, verán un descenso en su rendimiento –algo que reducirá aún más su consumo–. Y las bajas tasas de interés impulsarán a las empresas que invierten a gastar en capital fijo, como máquinas muy automatizadas, garantizando que, cuando llegue la recuperación, generará relativamente pocos puestos de trabajo. En resumen, los beneficios son, en el mejor de los casos, pequeños.
En Europa, la intervención monetaria tiene un potencial de ayuda mayor –pero el riesgo de empeorar las cosas es similar–. Para disipar la ansiedad sobre el despilfarro gubernamental, el BCE incluyó condiciones en su programa de compra de bonos. Pero, si las condiciones funcionan como medidas de austeridad –impuestas sin medidas conjuntas significativas para impulsar el crecimiento– serán más semejantes a una sangría: el paciente debe arriesgarse a morir antes de recibir medicinas genuinas. El miedo a perder la soberanía económica hará que los gobiernos se muestren reacios a pedir ayuda al BCE, y solo si la solicitan habrá efectos reales.
Existe un riesgo adicional para Europa: si el BCE se centra demasiado en la inflación, mientras que la Fed busca estimular la economía estadounidense, los diferenciales en las tasas de interés conducirán a una apreciación del euro (al menos en términos relativos a lo que sería si este no fuera el caso), socavando la competitividad y las perspectivas de crecimiento de Europa.
Tanto para Europa como para Estados Unidos, el peligro reside en que los políticos y los mercados crean que la política monetaria puede revivir la economía. Desafortunadamente, su impacto principal en este momento es el de distraer la atención de medidas que verdaderamente estimularían el crecimiento, incluida la política fiscal expansionista y reformas en el sector financiero que impulsen el crédito.
La caída actual, que ya dura media década, no tendrá una pronta solución. Eso, en síntesis, es lo que están afirmando la Fed y el BCE. Cuanto antes lo reconozcan nuestros líderes, mejor.
(*) Catedrático en la Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía, y autor de Freefall: Free Markets and the Sinking of the Global Economy [Caída Libre: El Libre Mercado y el Hundimiento de la Economía Mundial].
FUENTE: The Project Syndicate
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