La segunda etapa del viaje comienza un martes, a las 9 de la mañana. A poco de dejar el Alto Valle, y habiendo cruzado hacia Neuquén, la Ruta de la Circunvalación sorprende por su excelente estado, por su extensión y por la aridez que la rodea. Se conecta rápidamente por la 22, que lleva a Zapala, antiguo paso obligado hacia Bariloche, y finalmente desemboca en la 237, que con sus 360kms. de extensión nos muestra un típico paisaje patagónico.
Con el correr de los kilómetros nos encontramos con la Central Hidroeléctrica de El Chocón, que en lengua mapuche significa “hombre aterido de frío o empapado de agua,”, y que resulta alimentada por el río Limay. El espejo de agua se ve a la izquierda, a lo lejos e increíblemente azul. La obra, construida sobre la década del 70’ aporta, según datos oficiales, unos 1200 Mw para el consumo energético del país. Tiene su propio poblado, Villa El Chocón, y que es el resultado de esta monumental obra de ingeniería.
Dos cosas no dejan de llamar la atención sobre la ruta. La existencia, allí también, de un country privado, donde sobresalen varios verdes en el medio los beiges y marrones dominantes; y unos carteles de una altura importante, mordidos en sus ángulos superiores y que nos avisan que esa, es tierra de dinosaurios. El aviso no es casual: desde hace unos cuantos años, en esta región de la Patagonia se han descubierto restos de dinosaurios, más unas siete especies, todas herbívoras y que le da una impronta significativa al lugar.
Unas decenas de kilómetros más adelante aparecerá Piedra del Águila con sus significativos cerros, para llegar posteriormente a la región de Collon Curá, donde sus elevaciones, curvas y contracurvas permiten divisar los primeros cerros nevados. Al bajar hacia el puente de Collar de Piedra, a los viajeros los sorprende un viento arremolinado que oculta el cielo límpido y que, de alguna manera es el preanuncio de un clima, supone el conductor, lluvioso.
A 30 kilómetros de San Carlos de Bariloche, aparece la mítica ruta 40. Giro a la derecha, y a poco de andar, con enormes montañas a la izquierda, el agua nieve sorprende a los santafesinos que hace años esperan una nevada en su región y que se anuncia todos los inviernos. La aridez de Neuquén ha quedado atrás y lentamente comenzamos a notar la variedad de tonalidades que ofrece la cercanía andina. De a poco el cielo comienza a abrirse y se llega, a comienzos de la tarde, a Villa La Angostura, (primera parada de tres días) con un sol que lucha y triunfa sobre los grises nubarrones. Hospedados frente a Bahía Manzano, el paisaje sureño no puede resultar más bello. La postal quedará grabada a fuego y en alguna imagen que sirva de fondo de escritorio.
El centro comercial del poblado tiene unas pocas cuadras, más precisamente, cuatro. La combinación de piedra y madera prevalece, al igual que sus veredas techadas que, según cuentan los lugareños, tiene como sentido poder pasear pese a la nieve.
Varias cosas sorprenden de Villa La Angostura. Desde la belleza que se impone en todo el trayecto en que la ruta 40 la atraviesa, pasando por la posibilidad de encontrar distintas postales a cada paso. Los cerros nevados allí nomás o el mismísimo puerto de Angostura sorprenden por su belleza perfecta. Montañas, agua y el verde a cada golpe de vista llenan el alma.
Pero también sorprenden, gratamente, algunas prácticas sociales. Apenas uno desanda la zona más urbanizada y se arrima a la calzada con el fin de “cruzar la calle”, imprevistamente, un conductor detiene su vehículo cediendo el paso al peatón. Qué bueno, piensa el viajero: alguien atento, desde la comodidad y el poder que supuestamente da un volante. Supone la situación como parte de una casualidad. Pero al rato entenderá que se trata de una causalidad, donde a cada esquina los vehículos, sin importar marca, modelos y tamaños, ofrecen el paso con muchísima naturalidad. La inexistencia de semáforos completa el cuadro y uno comprende, por fin, que es falso de falsedad absoluta que, en la Argentina, ciertas conductas no existan. Tal vez no haga falta irse a la culta, refinada y milenaria Europa, para reconocer ciertas formas de empatía.
Al día siguiente aparece el primer desafío: llegar a la Cascada Ñivinco, sobre la Ruta de los Siete Lagos camino a San Martín de los Andes. La excursión presenta una pequeña trampa ya que en el sentido de la ida no aparece ninguna señalización que indique el lugar. Va un dato insoslayable: a unos 13kms del cruce con la Ruta 65 que lleva a Villa Traful, aparece un solar donde siempre se encuentras vehículos estacionados del lago izquierdo. Ese es el ingreso.
Iniciamos el recorrido, (con zapatillas viejas de repuesto) y a poco de andar, uno se encuentra con un pequeño arroyo de aguas cristalinas (y frías) al cual hay que atravesar si o sí, mojándose los pies y pisando el fondo de piedras de distintos tamaños que el tiempo y el agua han sabido modelar. El camino señalizado claramente se angosta, y luego de una entretenida caminata entre claros del bosque, desde donde se aprecian diversos picos nevados, se llega a una cascada de unos 20 metros que impacta. La experiencia de otros recorridos, nos había enseñado que tal vez almorzar en el lugar, llevando una pequeña vianda, podía resultar una buena idea. No nos equivocamos. El entorno seduce y el arrullo del agua invita a una ensoñación que repara.
A la vuelta, y en plena tarde, el río Correntoso nos tienta con sus paisajes imponentes. Remera, short, los pies en la playa de piedras pequeñas y mate. El tiempo, piensa el viajero, debería detenerse aquí y ahora. Pero, para no mal acostumbrarse, reaparece la señal en el teléfono, y con ello, algunos mensajes inoportunos que nos recuerdan que tenemos un trabajo (o varios) que nos permitieron llegar hasta allí. Es tal la paz, que uno atiende. Y nada lo altera.
El segundo desafío se presenta en el último día de recorrido por la Villa: el Parque Nacional Los Arrayanes. Si bien, desde el puerto de La Angostura, salen catamaranes por la “módica” suma de $2500 y que nos invitan a navegar por el Nahuel Huapi para llegar a la zona de la “famosa” Casita de Té, enclavada en el corazón del monte de donde prevalece esa hermosa especie; existe la alternativa terrestre de recorrer el Itsmo de Quetrihué, en una caminata de 12 kms. que, según indican los empleados del parque, puede realizarse en unas tres horas.
Aceptamos el desafío, advertidos de que el primer kilómetro resulta dificultoso ya que se presenta definitivamente empinado. Confirmamos los dichos, y se hace pertinente parar en varias ocasiones para reponer aire y piernas. Alcanzados los 1200 metros del recorrido, un par de carteles señalan los miradores de Bahía Mansa y Bahía Brava. Elegimos el primero, y allí comprendemos que todo ese esfuerzo de los últimos 15 minutos ha valido la pena. La imagen, identitaria de Villa La Angostura muestra la sofisticación del Resort Bahía Manzano, enclavado en un paraíso rodeado de montañas con picos nevados y las aguas del lago que no se deciden en mostrarnos el verde esmeralda o el celeste del cielo diáfano que nos acompaña.
Los once kilómetros que siguen muestran al bosque en todo su esplendor. Con un sendero que también resulta apto para los ciclistas, prevalecen los cipreses, palos santos, ñires y coihues. Cada tanto algún arrayán nos recuerda el sentido del nombre del parque.
Llegar al kilómetro 12, donde exactamente aparece la Casita de Té, luego de algo menos de 2 horas y media de caminata, se parece mucho a un pequeño triunfo personal, confirmando que los stends coronarios del escriba, están firmes y en su lugar. La belleza de la playa y su consiguiente puerto justifican cualquier esfuerzo físico que se pueda realizar. Una joven pareja, con acento norteño y bicicletas en mano ofrecen (y piden) sacar las fotos de rigor. Nos cuentan que han hecho el camino de ida en barco y que se predisponen a volver por el sendero montañoso. Uno no puede dejar de asombrarse por la audacia y por darse cuenta, qué lejos quedaron sus años jóvenes.
El infaltable café, frutos secos y agua, acompañan el descanso y la previa del retorno. Será cuestión de adentrarse, otra vez, en la profundidad del bosque, con sus silencios seguidos del canto de algunos pájaros. A esa altura, los caminos aparecen más concurridos, con caminantes que van y vienen y con ciclistas que se animan a la acrobacia de las pendientes. Queda el mirador de Bahía Brava, pero el cansancio hace mella. Bajar esa pendiente de 1000 mts tampoco resulta sencillo ya que los tobillos nos indican que alguna lesión crónica nos acompaña siempre, más allá de los paisajes.
Abajo, satisfechos como niños por el objetivo cumplido es hora de elongar y de reponer fuerzas en algún bar cercano y prepararse para la noche, de aniversarios, despedida de la Villa y cena de rigor. Nos cuentan sobre la necesidad de reservar ya que la masividad del turismo de fin de semana largo ha llegado. Y nos recomiendan un restaurant de comida italiana que también funciona como fábricas de pastas, las cuales se preparan casi artesanalmente, en vivo y en directo.
Aceptamos la recomendación. Y en su sencillez, el lugar parece perfecto. Quien nos atiende, nos cuenta de su cotidianeidad en la vida del lugar. De las enormes expectativas que hay con la próxima temporada y de la decisión de alejarse de su Mar del Plata natal, ya que allí “no se puede crecer”. Y que Villa La Angostura, pese a su invierno y algunas diferencias sociales, le resulta más acogedor que la Perla del Atlántico. Y a partir de allí no se puede dejar de pensar en el hecho de que alguien encuentre su lugar en el mundo a cientos de kilómetros de afectos y querencias.
Es hora de abonar la cuenta e ir pensando en la vuelta al hotel. Aunque la deuda ya está saldada con semejantes paisajes, queda mucho por andar aún. La famosa Ruta de los Siete Lagos nos espera al día siguiente, para llegar, finalmente, a San Martín de los Andes, enclave que nació sin ningún tipo de interés turístico. Pero eso, eso es otra historia. (Continuará).
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez