Quienes generacionalmente somos “hijos de la democracia” en el Cono Sur, forjamos nuestra identidad sociopolítica al calor de valores occidentales que pregonaban la llegada de una nueva era, donde el desarrollo de los Estados Nación ya no estaría condicionado por pujas ideológicas y se impondrían por su propio peso los beneficios de una economía de mercado regida por una “mano invisible”. Estas ideas quedaron plasmadas en el decálogo que el economista inglés John Williamson formuló a fines de los 80's como receta para las economías regionales afectadas por la crisis y los padecimientos de la deuda externa, conocido como el Consenso de Washington.
Sin embargo, estas nociones no tendrían en cuenta las complejas formaciones tectónicas de algunas sociedades que, como la boliviana, se encontraban atravesadas por tradiciones milenarias de distintos pueblos y naciones que habitan la región andina amazónica desde siempre. Así, a fines del siglo XX, surgirá una nueva teoría en el seno del conservadurismo liberal, que sostendrá que los nuevos conflictos emergerán como consecuencia de un “choque de civilizaciones”. Esta concepción servirá de tamiz ideológico para interpretar los atentados del 11-S y sostener las acciones militares estadounidenses contra lo que denominarían “terrorismo islámico”. La nueva amenaza al poder hegemónico será empleada como leitmotiv para imponer un juego de suma cero en el escenario internacional de comienzos de siglo, que quedará claramente explicitado en el discurso del entonces Presidente George W. Bush: “o estás con nosotros o estás contra nosotros”.
Es en este contexto mundial signado por las cruzadas del siglo XXI, donde parece gestarse la posibilidad para que los Estados de nuestra región adquieran mayores márgenes de maniobra en la arena internacional. La posibilidad de desarrollar políticas conjuntas que redunden en beneficios para nuestras poblaciones dará lugar al recordado movimiento político y social NO al ALCA, que culminará con la multitudinaria contracumbre en la ciudad de Mar del Plata, en noviembre de 2005. A la cabeza de aquella gesta se encontraban personalidades de distintos sectores como Diego Maradona, Miguel Bonasso, Emir Kusturica, Víctor Heredia y Silvio Rodríguez. Los esfuerzos mancomunados de los Presidentes Kirchner, Da Silva y Chávez, terminaron dilapidando los incansables intentos norteamericanos por instalar el Área de Libre Comercio. El Estadio Mundialista sería testigo privilegiado de las inolvidables palabras que marcarían su ocaso: “ALCA, ALCA, al carajo”.
Pero en esa coyuntura, un nuevo liderazgo asomaba. Se trataba de quien se constituiría, apenas unos días después, en el primer mandatario indígena de Sudamérica: Evo Morales Ayma. Representante del sindicalismo cocalero, sus luchas contra el modelo neoliberal opresor de identidades y culturas había comenzado a mediados de la década del '80, cuando sus postulados se hacían carne en el programa que liberalizó y privatizó la economía del país.
Una vez en el poder, el gobierno del MAS-IPSP definió y estableció los lineamientos que guiarían su accionar en el transcurso de los siguientes 13 años. Conscientes de la determinación estructural, sus líderes decidieron “tomar el toro por las astas” y nacionalizar los hidrocarburos el 1 de mayo de 2006. A partir de ese momento, contaron con los recursos necesarios para desplegar una amplia batería de políticas públicas que apuntaron a mejorar la realidad de un país que se había caracterizado por relegar a la mayoría de su población a condiciones de vida paupérrimas. Por aquel entonces, Bolivia presentaba cifras alarmantes en todos los indicadores económicos, políticos, sociales y culturales.
De esta forma, se implementaron diferentes iniciativas que se dirigieron a atender las necesidades y demandas de los sectores de la sociedad más relegados. La política de protección social y desarrollo integral comunitario apuntó a paliar las urgencias de los más vulnerables; la política educativa se sustentó sobre el modelo de la Escuela Ayllu de Warisata que en la década del '30 promovió un tipo de enseñanza donde se conjugaban trabajo y estudio en el marco de una concepción pedagógica descolonizadora que rescataba los saberes ancestrales de los pueblos indígenas; y la política productiva tuvo su eje en el convencimiento de que era necesario transformar su matriz, intentado modificar el patrón primario exportador. Siguiendo esta lógica, se decidió redireccionar parte de los excedentes de sectores estratégicos de la economía, como hidrocarburos y minería, con el objetivo de agregar valor a la producción nacional y consolidar un proyecto económico sólido que siente las bases fundacionales de un nuevo Estado. Los resultados fueron sobresalientes: el PBI creció de forma continua a una tasa promedio de 4,9%, la inversión pública se duplicó, la deuda externa se redujo más de la mitad, las Reservas Internacionales Netas se triplicaron, el ahorro en el sistema financiero se incrementó cerca del 700%, y la inflación se redujo de 4,9% a 0,59%. Al mismo tiempo, se produjeron mejoras sustanciales en la situación social del país, puesto que la pobreza extrema disminuyó 21,1%, el Índice de Gini pasó de 0,60 a 0,47, la brecha entre ricos y pobres se redujo 46 veces, la clase media creció 23%, el salario mínimo se incrementó 368%, y en 2017 el desempleo fue el más bajo de Sudamérica. Como si fuera poco, la desnutrición crónica disminuyó 23%, la tasa de mortalidad de la niñez se redujo 50%, y ya en el año 2008 Bolivia fue declarada por la ONU como territorio libre de analfabetismo.
Todos estos logros dan cuenta de la realidad de un país que logró avanzar desde los peldaños más profundos del subdesarrollo hacia un nuevo estadio, donde los pueblos indígena-originario-campesinos encontraron resguardo al interior de un Estado Unitario Plurinacional Comunitario, que mediante la reforma constitucional del año 2009 logró empoderar a mujeres, pequeños campesinos e indígenas. Su éxito radicó en recuperar las nociones centrales del ancestral paradigma del “Vivir Bien”. Sus postulados reivindican las cosmovisiones de los pueblos originarios, que conciben al ser humano como parte integrante de un todo al que hay que respetar y cuidar.
En este proceso el papel del Estado fue trascendental, ya que no sólo reconoció y otorgó derechos al interior de un territorio multiétnico y plurilinguístico, sino que decidió intervenir de forma directa en la economía, creando una empresa estatal de alimentos (EMAPA), que medió en toda la cadena productiva en beneficio de los pequeños y medianos productores. Aquí es importante destacar dos características que hacen de Bolivia un caso único en la región: es el país con mayor cantidad de habitantes que se autoidentifican como indígenas (62%), y cuenta con la mayor proporción de habitantes en América del Sur dedicados a la agricultura (32,1%). Estos datos reafirman la trascendencia de medidas como la Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria, que logró beneficiar a más de 2 millones de personas mediante la entrega de títulos de propiedad sobre la tierra.
Pero un día sonaría otra vez “la hora de la espada”. Los prolíficos avances en la industrialización del litio y las sociedades conformadas con Alemania y China para lograrlo, encenderían las alarmas en la Casa Blanca. El 10 de noviembre de 2019, el proyecto socialista de Evo caería por tierra ante la amalgama de enemistades que bien había sabido granjearse. Los derrotados en las urnas (Carlos Mesa), quienes perdieron sus privilegios en 2006 con la nacionalización de los hidrocarburos (Luis Fernando Camacho), los militares cipayos entrenados en la Escuela de las Américas (Williams Kaliman) y los sectores acaudalados de la “Medialuna” que intentaron desmembrar el país en 2008, se encolumnaron detrás del poder incontrastable del hegemón, quien, legitimado por el accionar de la OEA (y su secretario general, Luis Almagro), dejó en claro la vigencia actual de la división internacional del trabajo y la imposibilidad de romper los patrones de un sistema que sigue sosteniéndose sobre la sangre derramada de los pueblos del sur.
Aquí parados, habiendo transitado las experiencias sudamericanas de principios de siglo, sabiendo que contamos con el 85% de las reservas mundiales de un mineral esencial para el cambio de matriz energética y fundamental en la modificación del patrón tecnológico, y ante la compleja situación que hoy vive nuestro subcontinente producto de la injerencia del imperialismo norteamericano, es imperioso que nos preguntemos: ¿cuáles son las alternativas para el socialismo del siglo XXI?
(*) Analista internacional. Colaborador de Fundamentar