Frente al fracaso manifiesto de las recetas tradicionales, la intelectualidad económica ortodoxa pierde terreno día tras día. Cada vez son más los que proponen sacar la cabeza del pozo y ver qué hay más allá de insistir con la fórmula del fracaso. Aquí, uno de esos tantos casos
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Durante las reuniones del Fondo Monetario Internacional de este año, al ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Lawrence Summers, se le oyó decir una ocurrencia genial: decía que los gobiernos quieren curarle un tobillo roto a un paciente cuyo problema es que le están fallando los órganos. La crítica de Summers apuntaba a la preocupación de Europa por un problema, el de Grecia, que es secundario comparado con otros desequilibrios que son mucho peores (los que hay entre el norte y el sur de la Unión Europea, y entre los acreedores de bancos imprudentes y los gobiernos que no impusieron regulaciones adecuadas) y que se agravan con el correr de los días.
Pero del otro lado del Atlántico, los estadounidenses también deberían darse por aludidos. Esa misma metáfora le hubiera servido a Summers para criticar a los Estados Unidos, donde la preocupación permanente por los dilemas de la financiación a largo plazo de la seguridad social ahoga todo intento de enfrentar la crisis macroeconómica y de desempleo que aqueja al país.
En la actualidad, los Estados Unidos pueden emitir deuda a 30 años a una tasa real (ajustada según la inflación) del 1% anual. Supongamos que en los próximos dos años el país pidiera prestado medio billón de dólares más y gastara esa cifra en infraestructura, incluso en forma improductiva, en proyectos cuya tasa de retorno social sea un insignificante 25% anual. Supongamos que (tal como parece ser) el multiplicador keynesiano simple del gasto público para este desembolso fuera igual a dos.
En ese caso, el medio billón de dólares de gasto federal adicional en infraestructura durante los próximos dos años produciría un incremento de un billón de dólares en la producción de bienes y servicios; generaría aproximadamente siete millones de años?persona en empleo adicional; y reduciría la tasa de desempleo en dos puntos porcentuales durante cada uno de esos años. Después de eso, es probable que la tasa de desempleo se mantendría alrededor de un 0,1% más baja durante un tiempo indefinido, gracias a la mayor vinculación con la fuerza laboral de los trabajadores que tienen empleo.
Pero eso no es todo. Las mejoras en la infraestructura traerían consigo un aumento de los ingresos y del bienestar social equivalente a otros 20.000 millones de dólares anuales. Otro tanto cada año lo aportaría el aumento de la producción que se lograría con la reducción por tiempo indefinido de la tasa de desempleo. Y la mitad del billón de dólares de producción adicional se presentaría en la forma de bienes de consumo y servicios para los hogares estadounidenses.
Entonces, por el lado de la ecuación correspondiente a los beneficios tenemos: generación de más empleos, ahora; medio billón de dólares más en consumo de bienes y servicios durante los próximos dos años; y un flujo adicional de 40.000 millones de dólares en ingresos y producción para cada año a partir de entonces. Ahora, ¿cuál sería el costo probable de aumentar medio billón de dólares el gasto en infraestructura durante los próximos dos años?
Para empezar, parte de esa suba del gasto público se compensaría con una mejora probable de 300.000 millones de dólares en la recaudación impositiva gracias a la mayor actividad económica. El resultado neto sería pues un aumento de 200.000 millones de dólares en la deuda pública. Por esa diferencia, los contribuyentes estadounidenses pagarían 2.000 millones de dólares anuales en intereses a lo largo de los próximos 30 años y, cumplido ese lapso, deberían devolver o refinanciar los 200.000 millones restantes.
Pero si la actividad económica experimenta una mejora anual equivalente a 40.000 millones de dólares, la recaudación impositiva aumentaría aproximadamente 10.000 millones de dólares anuales. Si parte de esa recaudación se usara para pagar los intereses reales de la deuda y se ahorrara el resto, las reservas financiadas con la recaudación adicional serían más que suficientes para devolver el incremento de la deuda pública cuando llegue el vencimiento de los bonos.
Dicho de otro modo, los contribuyentes ganarían, porque los beneficios de la mejora de la actividad económica compensarían con creces los costos que supondría honrar más deuda pública, mientras que el Estado podría brindar más servicios sin aumentar los impuestos. También ganarían los hogares, porque con sus ingresos podrían comprar más y mejores productos. Ganarían las empresas, porque las mejoras de la infraestructura serían útiles para la producción de bienes y para los trabajadores. Ganarían los desempleados, porque algunos conseguirían empleo. Hasta los bonistas ganarían, porque recuperarían su dinero más los intereses pactados.
Entonces, ¿cuál es el problema? Ninguno.
Tal vez el lector se pregunte cómo puedo decir esto siendo, como soy, profesor de economía: esa "ciencia triste" que dice que no hay almuerzos gratis, que a todo beneficio le corresponde un costo y que cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.
Pero es que en el contexto actual, hay dos diferencias. En primer lugar, el mercado laboral estadounidense está funcionando tan mal que un aumento del gasto público no supondría ninguna merma de recursos para la sociedad en su conjunto. En segundo lugar, los bonistas realmente están actuando como tontos. Cuando el índice S&P 500 rinde un 7% anual, tener bonos públicos de los Estados Unidos a 30 años con un rendimiento del 1% anual ajustado según la inflación no es como para estar contentos. En realidad, esa diferencia de seis puntos porcentuales en el rendimiento real anticipado es una medida del pánico (extraordinario e irracional) que sienten los inversores, tanto que están dispuestos a pagar un 6% anual a cambio de "seguridad".
Pero ahora mismo, el gobierno de los Estados Unidos puede emitir bonos y crear "seguridad" de la nada. O sea: el fisco estadounidense se podría quedar con ese adicional de valor del 6% anual y salir también ganando. Mientras que de aquí a 30 años, cuando los bonistas que hoy se sienten ganadores vean el magro rendimiento de sus carteras entre 2011 y 2041, muy probablemente lamentarán la estrategia que eligieron.
(*) J. Bradford DeLong, fue secretario adjunto del Tesoro de los Estados Unidos durante la presidencia de Clinton, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.
Versión original del artículo disponible aquí